Un día digo basta. Hasta aquí nomás. Como si fuera mi propio hijo, me siento sobre mi regazo y decido dejar de golpearme, como tantas veces lo hice. Paso un dedo por mi equipaje sin abrirlo, escarbo en el cementerio de mi memoria y ensayo una desordenada enumeración de asignaturas pendientes y batallas perdidas. Sin ceremonias ni efectos especiales y quizás sin merecerlo, me perdono.
Me perdono por esa infancia extraña en la que hubiera preferido besar a otros niños. Por percibir que todo giraba alrededor de esa etiqueta que no tardé en tatuarme. Por alimentar el temor y caminar sobre la cuerda floja, en lugar de dedicarme a lo que me correspondía, jugar. Porque rezaba pidiendo cambiar cuando eran los demás quienes debían portarse distinto. Por buscar la aprobación de quien me condenaba. Por realizar proezas para probar que era mejor de lo que me hicieron creer y por tardarme tanto en aprender algo tan sencillo, me perdono.
Me perdono por tirar primeras piedras sin estar libre, ni de pecado ni de escándalo. Por desafiar a quien tuvo la raza de sentirse ofendido, luego de ofender. Por la tosquedad con la que pisé el palito y dejé de callar. Porque las amenazas no sirvieron de nada y con mi mejor sonrisa, me puse a zapatear en ese campo minado. Por desconocer el mapa y dar tumbos entre flores negras, buscando alguna que no apestara. Por el dolor que causé y los recuerdos inoportunos que me llenan de vergüenza, también me perdono.
Me perdono por el sedimento gris del fondo del recipiente. Por ese olor a podrido que emana de algunas fotos. Por las horas que no he dormido y las madrugadas desperdiciadas en procurarme un abrazo. Por la majadería de creer que mis emociones podían ser correspondidas, echando de menos a alguien que ni siquiera existía. Por arruinar el álbum familiar y por las explicaciones que necesitarán mis sobrinos que son lo más cercano que podré vivir a ser padre. Incluso por eso, me perdono.
Me perdono porque no le he ganado a nadie, y porque todo lo que sé, lo aprendí perdiendo. Fracasando. Por no persitir en la equivocación hasta conseguir un acierto. Por abandonar mis sueños y lo que creía que era mi felicidad. Por el esfuerzo invertido en tonterías que nunca disfruté, por las novelas que no voy a escribir, los discos que no grabaré y las frases recolectadas en miles de papelitos que contemplo sin reaccionar. Me perdono.
Me perdono por no abrir la maleta, porque todavía tengo miedo de tener que huir. Por haberme ido y haber vuelto sin dar ninguna explicación. Por no alimentar el rencor y haberme dado el lujo de exculpar a quienes decían saber de mi vida más que yo. Por preservar mi aislamiento, por no ceder ante las falsas urgencias y envejecer solo. Y por todos los extravíos que me trajeron hasta aquí, me perdono.
Y aunque no creo en nada, me perdono por estar fuera del plan de Dios y haber tenido que buscar en el variadísimo Disneylandia esotérico, alguna divinidad que me acoja. Por ser mercadería averiada que sucumbe al pecado nefando, por vicio, por fornicio y sin traer hijos a tu beneficio. Por haber soñado tantas veces con lanzarme por la ventana y haber reescrito la lista de invitados a mi velorio. Por tener la osadía de no claudicar y recurrir al humor impertinente como estrategia cotidiana. Por todo aquello que no se puede decir y por lo que aún me falta por perdonar, también me perdono.
Foto: RENZO DÍAZ