Mentiras impiadosas, por Angello Alcázar

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Lo ocurrido en las últimas semanas nos recuerda a todos los peruanos que, aun en los escenarios de aparente estabilidad política, las amenazas al orden democrático se mantienen latentes y tienen el potencial de reverberar males pasados cuando menos lo esperamos. Aquella es una triste realidad cuya precisión hemos tenido la oportunidad de comprobar en reiteradas ocasiones a lo largo de la historia nacional y universal. En vista de lo acontecido y revelado a partir de la moción de vacancia al Presidente Pedro Pablo Kuczynski (PPK) por su entonces llamada “permanente incapacidad moral”, ha quedado claro que el Gobierno le ha mentido al pueblo peruano descaradamente y que, una vez más, el país es terreno fértil para las tropelías y vilezas del fujimorismo. Sin embargo, la deslealtad de Kuczynski al indultar al exdictador no solo ha tenido una recepción internacional felizmente desfavorable, sino que también ha llegado a  despertar el interés de gran parte de la población por reivindicar nuestra memoria histórica.

Si hay algo que ha demostrado PPK sobre todo lo demás a lo largo de esta crisis política que tuvo como principal objetivo su destitución—además de pasividad, desprolijidad y una capacidad comunicativa fatal—es que ya no tiene un ápice de solvencia moral y que está dispuesto a sacrificar su honor con tal de quedarse en el poder (algo que es desde luego muy simbólico, dado su sistemático sometimiento a la fuerza opositora desde el primer día de su mandato). Haciendo las sumas y las restas, no creo que su gobierno esté totalmente embarrado de la mediocridad que con tanta facilidad suele germinar en nuestro medio político (aplaudo, por ejemplo, su accionar ante la tragedia del Niño Costero); pero jamás reforzó la endeble base gubernamental que desde un inicio se veía amenazada por la apabullante mayoría parlamentaria, la cual poco a poco fue aplastándola, hasta propiciar el estado de desconfianza popular, o acaso absoluta incredibilidad de estos días.

Hasta la víspera de Navidad, cuando el indulto a Alberto Fujimori se convirtió en primicia, PPK aun gozaba del respeto de miles de peruanos. Es cierto: había ido perdiéndolo por las limitaciones y desaciertos que todos conocemos, pero jamás podríamos haberle atribuido las imposturas y embauques propios de un Toledo o un Alan García. Por el contrario, su apariencia risueña y su habla reposada, así como sus credenciales de talla mundial, evocaban un carácter afable e inspiraban confianza para dirigir el país. Recuerdo tanto a miraflorinos como villasalvadoreños decir “¡Qué gusto, qué orgullo para el Perú!” cuando lo veían representando a nuestra nación en Norteamérica y Europa. Nunca pasó por mi mente que en el fondo de aquel experimentado economista se escondiera un personaje tan mentiroso y calculador, capaz de llevar a cabo un indulto que no tiene nada de humanitario ni de reconciliador, y que debe ser llamado por lo que es, a pesar de la renuencia del Ejecutivo a admitirlo: un repugnante trueque o canje de corte estrictamente político.

¿Desde cuándo “reconciliación” significa olvidar, pasar por alto, obviar o adulterar el pasado, los hechos? ¿Desde cuándo, valiéndose de los principios que rigen la Constitución, se puede conjugar un indulto con la impunidad más abyecta? ¿Se puede reconstruir un país siguiendo fórmulas puramente tecnócratas cuando, paradójicamente, la integridad y los principios humanos son la excepción? Sin duda, estas son interrogantes válidas y de especial relevancia en estos tiempos de crisis. Pero, ante todo, vale la pena recordar (o, cuando aquello no es literalmente posible, evocar). Porque sin una mirada crítica e incisiva en los eventos, personajes y factores que conforman nuestra historia seremos incapaces de conciliar nuestras carencias y virtudes, así como de abrirnos paso en el veleidoso, pero necesario camino de la democracia.

Para evocar fielmente el pasado hace falta revisitar capítulos de nuestra historia que a pesar del paso del tiempo no son ajenos a nosotros, ni a nuestras historias personales. En realidad, la pregunta no debería ser “¿Cómo olvidar el Conflicto Armado Interno?” sino “¿Cómo olvidar lo que significó—y aun hoy significa—el Conflicto Armado Interno?”. Recordemos, pues, que hubo una sangrienta revolución encabezada por Abimael Guzmán y, por otro lado, una contrarrevolución que también destruyó, robó, mató y cometió crímenes de lesa humanidad. El gobierno de Alberto Fujimori fue una cleptocracia engarzada con la necropolítica (es decir, la imposición por medio del miedo, la tortura y la violencia) en la que las instituciones se quebraron, la prensa fue envilecida y un sinfín de los perpetradores quedaron impunes. Desde hace varios meses, los familiares de las víctimas de La Cantuta y Barrios Altos solicitan una reunión con PPK; claramente, él ha preferido “dialogar” con el fujimorismo en lugar de abrirles las puertas de la Casa de Pizarro. Tras el indulto al dictador, estos incansables defensores de la justicia le piden al sumo pontífice que se solidarice con su causa, más de 25 años después de las masacres que acabaron con las vidas de sus seres más queridos.

El jueves pasado miles de peruanos indignados con el indulto a Fujimori—y, por extensión, las mentiras impiadosas de Kuczynski— marcharon y dejaron escuchar su protesta por varias calles de Lima, siguiendo el ejemplo de otros miles de manifestantes en diversas ciudades y regiones del país y del extranjero. Partieron del Campo de Marte, provistos de banderas, pancartas y gigantografías con los rostros de las víctimas del Grupo Colina; sin embargo, al llegar a la plaza Dos de Mayo, las luces controladas por el municipio se extinguieron de improviso, dejándolos sumidos en la oscuridad de la noche. Muchos de ellos son jóvenes que, como yo, no vivieron la época del terrorismo; pero que, a diferencia de millones que sí la vivieron, conocen la historia del Perú y son conscientes de que de la hermandad del fanatismo fujimorista y la incultura del pueblo solo pueden desprenderse consecuencias catastróficas. A pesar de los gases lacrimógenos, los apagones, las represalias policiales y la lluvia de injurias que reciben y seguirán recibiendo, estos peruanos continuarán reivindicando la memoria histórica que tanta falta le hace a muchos, con lo cual, a su vez, la época del posindulto irá adquiriendo unos matices muy particulares que lentamente darán lugar a un renovado tablero político en el que, esperamos, no tendrán lugar ni los sátrapas ni los traidores.

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