“La batalla comenzó al amanecer del lunes 7 de junio de 1880. Más de 7,000 soldados chilenos atacaron por la espalda –pues creíamos que el ataque vendría por el mar- a las débiles defensas de aquél solitario morro de Arica, defendido por tan sólo 1,600 hombres, comandados por el viejo coronel Bolognesi. El día anterior un terrible bombardeo había caído sobre la ciudad y las defensas del morro. Tan pronto amanecía nos percatamos que los chilenos habían comenzado el ataque. Personalmente yo estaba abajo en la ciudad con Roque Sáenz Peña destacado en el batallón Iquique. Dicho batallón fue formado por el coronel Alfonso Ugarte con su propio dinero. Los chilenos comenzaron atacando los fuertes Dos de Mayo, Santa Rosa y San José, los cuales cogidos por sorpresa fueron rápidamente sobrepasados. Comenzamos a luchar en la ciudad calle a calle, casa por casa. Roque y yo, con la mayoría de los hombres del batallón Iquique, defendíamos la ciudad a sangre y fuego. Empujados hacia las faldas del morro, retrocedíamos poco a poco. A punta de fusil y sable en mano íbamos retrocediendo y comenzábamos a ascender el morro. Sin embargo, nos percatamos que estábamos bajo fuego cruzado, pues algunas decenas de soldados chilenos habían ascendido delante de nosotros por las faldas del morro y nos disparaban por detrás empezándonos a rodear. Fueron instantes de una lucha brava cuerpo a cuerpo en donde me llevé por delante a varios chilenos hasta que con Roque y algunos de nuestros hombres, pudimos avanzar hacia la cima del morro a fin de unirnos al coronel Bolognesi y a los demás que se batían a bayonetazo limpio con cientos de soldados chilenos que prácticamente aparecían por doquier. Mientras avanzábamos pude ver al coronel Arias Araguéz batiéndose y liquidando con su sable a varios soldados chilenos que lo rodeaban y le conminaban a rendirse, hasta que cayó fulminado por una carga de fusilería chilena.
Una vez que llegamos a la cima misma del morro, pude percatarme que la pelea era cruenta y sin cuartel. Tenía una herida en el cuello que me sangraba bastante pero como si no existiera. No paraba de dar sablazos a todo chileno que se me venía encima y esquivar sus temibles bayonetas y corvos. A mi lado un soldado peruano luchaba salvajemente, ensartando con su bayoneta de dos en dos a los chilenos, hasta que cayó dando vivas al Perú ante la arremetida de ocho soldados chilenos. Yo estaba prácticamente rodeado de chilenos a los cuales mantenía a raya con mi sable atravesando a todo el que se me viniera encima. ¿Dios, hasta cuando aguantaría esto? ¡Dame fuerzas! El brazo me pesaba cada vez más y empezaba a dolerme. Todos luchábamos dándolo todo por nuestra patria. Así lo habíamos jurado dos días antes todos los oficiales peruanos, alzando nuestros sables ante el coronel Bolognesi, cuando éste nos informara del ofrecimiento de rendición que le hiciera el emisario chileno Juan de la Cruz Salvo y que todos rechazamos unánimemente, salvo el traidor Agustín Belaúnde que luego desertaría cobardemente, huyendo hacia Arequipa. Hasta Roque juramentó, y hay que tomar en cuenta que era de nacionalidad argentina. Todo esto se me vino a la cabeza en ese momento cuando veía caer a mis hombres y oficiales cocidos a bayonetazos ante el gran número de tropas chilenas.
Fue en ese momento que me percaté que estaba a pocos metros del coronel Bolognesi. A su lado yacían muertos el coronel Ramón Zavala y el capitán de la tristemente defenestrada fragata “Independencia”, don Guillermo Moore. El viejo coronel, pese a su avanzada edad, peleaba como el que más con su sable, disparando a la vez su revólver. Pero a los pocos instantes lo vi caer herido. Nunca olvidaré esos terribles momentos, pues caído en el suelo volteó y me miró. Tenía la mirada de un león caído, firme y con el ceño fruncido. Sin embargo, percibí a la vez una cierta mirada de ternura hacia mí. Fue cuando disparó su último tiro, su último cartucho. En aquél instante, un soldado chileno apareció a su espalda y le pegó fuertemente con la culata de su fusil en la cabeza, destrozándole el cráneo. Mientras luchaba con dos soldados chilenos, no pude dejar de mirar el cadáver del viejo coronel, el hombre al que había llegado a querer como a un padre. Entre varios soldados chilenos, sentaron en el suelo su cadáver, arrancándole las charreteras y las botas, actuando como unas bestias llenas de odio sin el respeto alguno. Nuestro querido y viejo coronel había muerto luchando hasta disparar el último cartucho, cumpliendo con sus deberes sagrados ante Dios y la patria.
Sin embargo, los que quedábamos, seguíamos peleando sin cuartel. Una fuerte explosión se sintió en el morro. Al parecer, algunos soldados peruanos habían volado las baterías del morro. Esto enfureció más a la soldadesca chilena que quería capturar a salvo los cañones peruanos. La lucha se volvió más encarnizada. Tenía sangre en mi uniforme, en la cara, en mis manos y hasta en los ojos. No sabía si era mía o de los enemigos que atravesaba con mi sable. Eran los momentos finales de la defensa del morro. Pude distinguir a Roque cayendo herido en un brazo y hecho prisionero por un oficial chileno, el cual con la ayuda de dos soldados, se lo llevaban a rastras. Era el final, por lo que me dispuse a morir rezando una oración, preparando mi alma a Dios, mientras peleaba como un loco. Fue en aquellos instantes que vi acercándose a lo lejos, entre la humareda y el polvo de la batalla, una bandera peruana flameando al viento, sostenido por alguien que se acercaba cabalgando a cierta velocidad, abriéndose paso entre la soldadesca chilena mientras ésta le disparaba. Era mi querido amigo el coronel Alfonso Ugarte, el hombre que me acogiera en Arica y me ayudara en tantas ocasiones. Pasó casi a mi lado montando el caballo blanco que –tal como me lo contara alguna vez- su madre le obsequiara en su último cumpleaños. Me miró cariñosamente por unos segundos, esbozando una leve sonrisa, fue su despedida hacia mí. Cabalgó hasta perderse en el vacío, hacia el mar. Así era Alfonso, firme hasta el final, salvando el pabellón nacional de las manos chilenos. Unos minutos más tarde, todo había concluido. Herido en una pierna, en el cuello y en el brazo izquierdo, fui hecho prisionero. Todo había concluido.” (Extracto de la obra inédita: “Morir en Arica” por Alfredo Gildemeister Ruiz Huidobro, a ser publicada próximamente).
“Dios va a decidir este drama en que los políticos que fugaron y los que asaltaron el poder tienen la misma responsabilidad. Unos y otros han dictado con su incapaz conducta, la sentencia que nos aplicará el enemigo. Nunca reclames nada para que no crean que mi deber tuvo un precio…”. Estas líneas que podrían haber sido escritas hoy, fueron escritas un 22 de mayo de 1880 por Francisco Bolognesi, pocos días antes en que al lado de un puñado de hombres, muriera en un lejano y olvidado morro al sur del Perú. Es la última carta a su esposa María Josefa de la Fuente Rivero. Bolognesi presentía el fin inminente. Pese a ello, sabiendo que la lucha estaba perdida -prácticamente lo habían abandonado en aquél árido y solitario morro- anteponía ante todo el cumplimiento del deber y el honor de su patria. El 19 de abril se despide de su hijo Enrique irónicamente: “Creo que seré el pato de la boda por ocupar este puesto que es el ensueño del enemigo”. Mientras los políticos usufructuaban el poder en Lima, saqueando las arcas fiscales, incapaces de tomar decisiones, anteponiendo sus ambiciones personales a los de la patria, un patriota muere con sus hombres, atrincherados en un morro entre el mar y el desierto, lejos de sus familias; rodeados de un enemigo muy superior, cerrando filas alrededor de su querido coronel, sacrificándolo todo, resueltos a no rendirse, ofrendando sus vidas por el Perú. ¡Que conductas tan alejadas y contradictorias pueden darse en nuestro Perú! ¿Ha cambiado hoy esta situación? ¿Se entenderá la gesta de Bolognesi en el Perú individualista, consumista y materialista de hoy?…