Muerte y vida

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Junto a la celebración católica de Todos los santos, el primer día de noviembre, le sucede la Conmmemoración de todos los fieles difuntos. Por lo general, dado que es feriado el primer día de novimbre, estos son llenados de personas que visitan a sus difuntos y difuntas en los diferentes cementerios de la ciudad. En torno al recuerdo de las personas que nos han dejado caminando existe casi un culto en ciertas experiencias. Ambos días las intenciones de misas son enormes, rezar por los muertos (por su descanso o intercesión) es una forma de relacionarse con ellos y ellas. Incluso, en la entrada de ciertos cementerios existe un lugar para depositar flores o cirios cuando no se encuentra el lugar donde ha sido enterrado el ser querido. Nunca falta una vela encendida en estos espacios. Otras formas de relación implican llevar la comida que le gustaba al difunto o libar un “par de chelas” frente a la tumba.

Camposantos como el de Collique al norte de Lima o el de Villamaría del Triunfo se convierten en verdaeras ciudades que combinan color, comida y música folclórica. Suelen generar mayor dolor el encontrarse con carritos o juguetes en los sepulcros de los hijos difuntos, especialmente cuando dejaron de vivir muy jóvenes. La muerte y la vida caminan juntas de la mano, se encuentran, se besan, se involucraan.

La relación con los muertos en una cultura que ha heredado mucho de lo cristiano es realmente paradójico. Da la impresión que las nuevas generaciones huyen de crecer, en ese sentido, huyen de morir. La mirada mística de la muerte ha hecho de lo que se llama “pecado” una muerte continúa, la misma moralización de quienes detentan el poder religioso ha hecho que se banalice el sentido de la misma muerte y lo que ha implicado.

Mientras en algunos espacios vitales existe un incipiente culto a los muertos, en otros se puede evidenciar una total negación de la muerte. Existe toda una “cultura” médica que basada en lo “rentable de la enfermedad” prolonga la vida, principalmente de ancianos, no con miras a tener los cuidados necesarios para una mejor calidad de vida sino más bien por mejorar la vida de algunos que se benefician con el dolor ajeno.

Si bien existe lo mencionado en el párrafo anterior, no se puede pasar por alto las negaciones cotidianas para no envejecer, para prolongar la juventud. Ahora la adolescencia se ha convertido en tardía, a la adultez le precede una “juventud adulta”. La prolongación de la vida es realmente buena, pero ¿no implica crecer? ¿asumir responsabilidades? No se puede huir de la muerte.

Si por un lado la muerte natural se ha alejado de algunas personas que le huyen, por otro lado, corremos el riesgo de que el sicariato, los accidentes de tránsito, las negligencias médicas queden domesticadas y no nos generen la indignación que motive un cambio o transformación.

En tiempos como el nuestro en que existe una serie de tensiones sociales, se convierte en todo un reto generar una cultura de la vida que evite la “muerte antes de tiempo”. No se trata de evitar la muerte ni de domesticarla, se trata de que la muerte sea el momento de balanza de nuestra vida. A veces no terminamos de tomar consciencia de nuestra fragilidad y limitación y aún más, tememos el fin de la vida porque esta acabaría con nuestros sueños o esperanzas, pero si por el contrario asumimos nuestros actos y generamos vida alrededor de los nuestros, luchamos por ideales sinceros, fomentamos desarrollo sostenible podríamos terminar nuestros días como lo decía Amado Nervo: “vida nada me debes, vida estamos en paz”.

Ahora, que hace poco el caso de Brittany Maynard ha colocado en palestra la cuestión ética sobre la “muerte por decisión”, aparecen las respectivas condenas de ciertos sectores. Esto no puede dejarnos de hacer pensar en esos mismos sectores que muchas veces olvidan de que los pobres del mundo “mueren antes de tiempo” (las palabras de De las Casas siguen siendo actuales) exigiendo, de nuestra parte, la búsqueda de justicia y solidaridad como elementos integradores en nuestra sociedad. Cuando existen injusticias persistentes la pobreza se convierte en sinónimo de muerte. Ese tipo de muerte no se puede domesticar.