Esta columna no tiene nada de nuevo. Desde que tengo uso de razón, el Congreso de la República ha sido un referente de corrupción en el sentido más amplio de la palabra. Digo “el” y no “nuestro” porque ciertamente no existe un órgano del poder democrático que se muestre más ajeno a la realidad que viven los peruanos del común. Pero, para desgracia nuestra, todo lo que hace o deja de hacer el remedo de Parlamento que tenemos (al igual que el Poder Ejecutivo y el Judicial) tiene injerencia tanto en el presente gris que vive nuestra nación, como en el futuro que, mal que bien, nos aguarda.
Casi a diario, el Congreso nos ofrece un espectáculo circense de la peor categoría (porque ni divierte). Y es que estos embajadores del despilfarro, las gollerías, la conchudez impertérrita y el embauque han demostrado hasta el cansancio que con ellos el Perú sólo puede retroceder. En efecto, tan solo hace falta estudiar el presupuesto que maneja el Legislativo con mayoría fujimorista para darse una idea de la cachetada a la pobreza que protagonizan sus miembros. De acuerdo a La República, el monto asciende a S/ 709’777.837 para el año en curso, con alrededor de 696 millones destinados a contrataciones y gastos corrientes (esto quiere decir que el Congreso nos cuesta más que el Ministerio de Cultura, el Ministerio de Comercio Exterior, la Contraloría General de la República y la Defensoría del Pueblo, por nombrar a un puñado de entidades). Ahora, si bien la indignación constituye un paso justo y necesario, lo cierto es que la realidad reclama medidas concretas y eficaces (lo mismo se puede decir del terrible final de Eyvi Ágreda y de los millones de peruanas cuyo pan de cada día es la violencia de género). De hecho, la serie de marchas que se organizan en señal de protesta a esta situación congregan a miles y miles de peruanos y peruanas que, efectivamente, dan ese paso extra que a muchos nos parece abrumador. Si hay algo de lo que (felizmente) jamás podrán jactarse los parlamentarios es de haber logrado callar al pueblo.
Mientras los susodichos condecoraban a Juan Luis Cipriani la semana pasada (sí, el mismo hombre que dice barbaridades como que la mujer es violada porque “se pone como en un escaparate, provocando”; que si estás a favor del aborto, debes suprimir tu vida; y que “si seguimos en este engaño de que todo puede ser [refiriéndose al nuevo currículo escolar con enfoque de género], entonces démosle de comer excremento [a los niños]”), nuestro nuevo cardenal, monseñor Barreto, sostenía que los congresistas viven del erario nacional, y que “no quieren soltar la mamadera”. Como todo en la vida, hay unas cuantas honrosas excepciones; pero, haciendo las sumas y las restas, en este Congreso hay poco o nada que valga la pena ser salvado.
A la postre, los comentarios del ya tan desacreditado Sr. Galarreta ilustran los extremos a los que puede llegar el abuso de la inmunidad parlamentaria cuando se fusiona con la indiferencia más absoluta a los descargos y opiniones que emite la ciudadanía. ¿De qué manera se puede justificar la compra millonaria de televisores, frigobares, computadoras y rosas importadas? ¿Acaso no se ha enterado de que la supuesta representación de la “soberanía popular” que encabeza tiene una aprobación de menos del 15%? El presidente del Congreso simple y llanamente no ata ni desata (y ni qué decir del grueso de sus subordinados). Como señala la valiente Rosa María Palacios, es verdaderamente inaudito que, a estas alturas, no se haya presentado una moción de censura contra Galarreta. No obstante, el haber tildado a los medios de comunicación de “mermeleros” tuvo el gran mérito de poner de relieve la labor fiscalizadora que debe ejercer el periodismo en una democracia. Aquélla adopta un papel fundamental en casos como la reciente cortina de humo que se formó a partir de la complicada situación de Paolo Guerrero que tuvo en vilo al país entero.
¿Cómo sobreponerse a esta insufrible historia de abuso y perversión del poder, así como a los escándalos que envuelven a este nido de cuervos que cada vez nos da pruebas más contundentes de su superlativa incapacidad para concertar el futuro del país? La pura verdad es que yo no tengo la respuesta. El otro día, al pasar frente al edificio blanco que alberga a tantos parlamentarios embarrados por la corrupción, y ver la estatua de Bolívar, no pude sino recordar las sabias palabras del libertador venezolano: “Maldito el soldado que apunta su arma contra su pueblo”. Creo que, más o menos, a eso de reduce la situación que vivimos. La pregunta es —siempre descartando la violencia— en qué momento llegaremos a hacer algo más que maldecir.
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