No hay magia

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Confianza. Ésa parece ser la receta secreta, el conjuro todopoderoso que puede devolver las cifras de crecimiento peruano al vecindario del 7%. O, al menos, eso es lo que algunos creen. Recientemente, una columna del exministro de economía Luis Carranza publicada en El Comercio ha llegado a invocar incluso a la mismísima batalla de Azincourt, cuando en 1415 el rey inglés Enrique V derrotó a las tropas francesas pese a estar en inferioridad de condiciones. El argumento es que, de alguna forma, el optimismo y la confianza de Enrique V en una eventual victoria fueron el secreto de su éxito, y lo mismo sucedería ahora con nuestra economía si tan sólo nos animáramos a creerlo.

Esto parece magia, pero no lo es.

Entre los “magos de la confianza” se encuentran al parecer exministros de economía, periodistas y políticos que suponen que con invocarla todos nuestros problemas se solucionan: súbitamente el precio de los metales vuelve a subir, nuestro déficit de infraestructura se cierra y la inversión privada repunta. Y así concluyen que el contexto internacional no nos juega en contra, por más que los precios de los metales son más bajos y las tasas de interés comienzan a subir. O que el Perú puede crecer más de 7% pese a que la mismísima China ya no es capaz de hacerlo tampoco. De esta forma, cualquier sugerencia de que podemos recuperarnos, pero sin necesariamente retomar las cifras de antes, es tratada como un acto de blasfemia.

La lógica de los magos es que, si el gobierno se muestra optimista sobre el futuro, entonces los empresarios también lo estarán y comenzarán a invertir más. El problema es que no existe evidencia que sustente algo así. Si usted, estimado lector, conoce a algún empresario que decide invertir o no en un proyecto basándose en qué tan optimista suenan el presidente o sus ministros, por favor háganoslo saber. Nosotros no hemos podido encontrar ninguno.

Sin embargo, este pequeño detalle empírico no detiene a nuestros magos, que varita en mano continúan intentando conjurar un futuro distinto para nuestra economía.

Esta suerte de fe en la confianza tiene varios problemas. Primero, es imposible dejar de identificar una ironía profunda en todo este argumento: aquellos que le piden al gobierno mayor optimismo para estimular la confianza son los primeros en torpedearla con columnas no sólo críticas sino también profundamente pesimistas. Si el ministro de economía en funciones es realmente capaz de alterar la confianza del empresario y su disposición a invertir, entonces es de suponerse que un exministro también tiene esa facultad, lo mismo que académicos, periodistas y empresarios.

Segundo, nuestra experiencia reciente muestra que éstas nociones de “liderazgo” y confianza son largamente exageradas. Hagamos un poco de memoria. ¿Sirvió en algo que el entonces presidente Alan García proclamara que la economía peruana estaba “blindada” ante la crisis financiera internacional de 2008? ¿Evitó eso que el crecimiento se detuviera en seco en 2009? Por supuesto que no. No sólo eso, sino que el “liderazgo” del gobierno fueron fuente por un tiempo de burla y generaron toda clase de dudas sobre su credibilidad. De hecho, algo similar sucede ahora con las proyecciones del MEF y el BCR, que en los últimos años han sido tan altas y han tenido que ser corregidas a la baja tantas veces que ya no contribuyen a alterar el rumbo de las expectativas porque simplemente ya nadie les cree.

Finalmente, pero no menos importante, cabe preguntarse cuál es la evidencia para insistir que los problemas de la economía residen en la confianza. Salvo que Ollanta Humala sea también el presidente de Chile (qué también atraviesa una desaceleración), no es posible achacarle la desaceleración a la falta de confianza o el ruido político. En esta columna no somos precisamente fanáticos del presidente, pero al César lo que es del César. Para reactivar la economía no se requiere de los magos de la confianza o de reformología, sino de medidas concretas de estímulo a la demanda: un aumento del gasto público, si no por medio de mayor inversión, entonces a través de incrementos en el gasto corriente.

Enrique V murió en 1422, siete años después de su victoria en Azincourt, a la corta edad de 36 años. Nunca llegó a gobernar Francia, y aquel triunfo, la historia nos cuenta, no pasó de ser una victoria pírrica. En su caso, al parecer, la confianza tampoco fue un acto de magia.

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