Este año por fin el Perú ha brillado en los rankings internacionales. Pero no por sus logros económicos o de gestión pública, sino por un pésimo manejo de la pandemia del COVID-19. Una cuarentena rígida y prolongada innecesariamente –obviando la realidad informal de la sociedad-, ha desatado una crisis económica que ha colocado a nuestro país, precisamente, entre los países que sentirán graves consecuencias: desaceleración del crecimiento económico y desempleo.
En Enero de este año elegimos a los nuevos representantes ante el Congreso. El actual gobierno cerró al anterior porque interpretó que aquél le había denegado fácticamente la cuestión de confianza (figura que no se encuentra prevista ni en la Constitución ni en el Reglamento del Congreso), y que dio lugar a un proceso de conflicto competencial que finalmente fue resuelto a inicios de año por el Tribunal Constitucional, el cual resolvió en el sentido de que el gobierno había actuado dentro de los márgenes constitucionales. Hayamos o no estado de acuerdo con lo resuelto, en un estado de derecho debemos aprender a respetar los fallos de los tribunales de justicia.
El gobierno tenía la expectativa de entenderse con un Congreso renovado. Todo parece indicar que le falló el cálculo. Ahora, en la actual coyuntura, no es válido referirse al Congreso como un cuerpo homogéneo y compacto. El actual está fragmentado y por eso, frente al gobierno, es lento y le faltan reflejos para sintonizar con la población.
El gobierno se ha dado cuenta de ello y ha salido mejor parado en los últimos enfrentamientos de poderes de Estado, como en el improvisado proceso de vacancia presidencial originado por unos audios palaciegos expuestos en el hemiciclo, victimizándose e interponiendo rápidamente una demanda competencial ante el Tribunal Constitucional para que éste se pronuncie sobre los alcances de la incapacidad moral como causal de vacancia del Presidente.
A pesar de no contar con un partido político oficial en el Congreso, hábilmente el gobierno ha ido tejiendo alianzas con ciertos partidos o agrupaciones, que reiteradamente sacan la cara por él. Si es que hay algo detrás de dichos entendimientos, no lo sabemos. Pero no menos cierto es que el Poder Ejecutivo siempre va a tener una cierta ventaja frente el Poder Legislativo, por cuanto es el que maneja el presupuesto público. Ello, a nuestro modo de ver las cosas, constituye una evidente situación de desequilibrio de poderes –e incluso frente a las demás instituciones constitucionales autónomas-, por cuanto termina condicionando el accionar de los políticos, de los parlamentarios y de los demás funcionarios públicos –y hasta de la prensa-.
No olvidemos que nuestro sistema político es semipresidencialista. No es presidencialista puro, como en los EE.UU., por cuanto contamos con ciertas figuras de control sobre el gobierno provenientes del sistema parlamentario. Por eso es que toda la política nacional gira en torno al Presidente de la República. Y a ello debemos agregar que somos un Estado unitario centralizado. En ese sentido, no nos llama la atención que los gobiernos regionales y locales sean incapaces de afrontar por sí mismos la pandemia, pues se encuentran atados de manos frente a un gobierno que no quiere perder el protagonismo. Sin embargo, somos nosotros mismos los que alimentamos a ese presidencialismo centralista cuando creemos que nuestras existencias dependen de un decreto palaciego.
Ese presidencialismo lo veremos en su máxima expresión en los siguientes meses, pues ya empezaron a mostrarse los salvadores de la Patria. Personajes pintorescos que hacen de nuestra política el escenario en el que los egos salen a flote frente a un electorado que alimenta una manera autoritaria de hacer política. No nos extrañe que aparezcan posturas antisistema. Y los candidatos al Congreso no están exentos de este circo, pues más perdidos que un alfiler en un pajar, creen que postulan para hacer carreteras, postas o colegios. Ojalá que la madurez se haga presente, no sólo entre los electores sino también entre los candidatos.
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