No me pregunten por qué, ni a qué se debe o por qué extraña razón, desde pequeño me obsesionaron extrañamente los libros y en especial, aquellos que mi padre tenía en su biblioteca. Entrar a su biblioteca era como entrar a un mundo misterioso en el que se diría que cada uno de sus libros, tenía vida propia. En el sector bajo, más al alcance de cualquiera, se encontraban las enciclopedias. Estas servían para efectuar cualquier consulta o búsqueda de un tema o personaje en especial. En esas épocas no existía internet y menos Google. Uno investigaba y hurgaba por donde podía, con tal de encontrar la información que necesitaba. Había enciclopedias densas de información y otras más didácticas, desde “El Tesoro de la Juventud”, de las épocas de la infancia de mi padre, hasta la célebre Enciclopedia Británica, la Espasa y UTEHA, entre otras. Un poco más arriba estaba la sección de política y economía. Esa era la zona “caliente” pues podías tener a tu alcance clásicos desde “La República” de Platón o “La Política” de Aristóteles, hasta la “Historia de las ideas políticas” de Touchard y toda una variedad de libros sobre la historia del pensamiento político y económico; pasando por libros de doctrina socialista, marxista, liberal y neoliberal, hasta la doctrina social de la Iglesia. Aún tengo el libro que Milton Friedman y su esposa Rose Friedman le firmaran a mi padre en su famosa visita a Lima a principios de los ochenta. En la sección de política peruana estaba toda la colección de libros de Haya de la Torre, dedicados y autografiados por cierto, así como los de Mariátegui, Luis Alberto Sánchez y Víctor Andrés Belaúnde, amén de Gonzales Prada y otros excelentes pensadores peruanos como Ricardo Martínez de la Torre y su curiosa obra: “Apuntes para una interpretación marxista de la historia social del Perú”. Las historias del pensamiento económico eran un fuerte de mi padre, así como todo lo relacionado a teoría política.
El sector de historia estaba muy bien surtido con libros clásicos que iban desde los de Tucídides, Suetonio y Herodoto, hasta los de historia moderna y contemporánea, siendo los libros sobre la segunda guerra mundial, una de las especialidades de mi padre, los que más me gustaban. Sin embargo, el sector de las novelas era el que más me atraía. Allí se ingresaba al mundo de la ficción, encontrándote con diversos personajes como Simbad y los piratas de Salgari, hasta los maravillosos viajes descritos en las novelas de Julio Verne –Miguel Strogoff, los hijos del capitán Grant- y todos los demás clásicos de la literatura francesa, española, Italiana, para luego desembarcar en la literatura maravillosa latinoamericana, con primeras ediciones todas, de García Márquez, Cortázar, Arguedas, Fuentes, Vargas Llosa, Bryce, entre tantos otros. Si uno quería conocer a un personaje en especial de la historia, el sector de biografías te ofrecía de lo mejor, comenzando con las célebres biografías escritas por Emil Ludwig o Stefan Zweig o Romain Rolland; hasta modernas biografías que iban desde militares y líderes famosos, santos y santas, descubridores, pintores famosos, escultores, genios y de todo para todos los gustos.
Una de las estrellas de esta biblioteca maravillosa era una primera edición, obviamente que en francés, de “Veinte mil leguas de viaje submarino” (“20,000 lieues sous le mers”) de Jules Verne, editada en 1866 por la editorial Hetzel en París, dentro de la colección de Voyages Extraordinaires, toda encuadernada en rojo y oro, con decenas de gravados increíbles y algunos hasta con un pálido matiz de colores. Toda una belleza. Era la vedette de la biblioteca. Cuando no había nadie en casa y estaba solo y tenía que almorzar o cenar solo, cogía un libro al azar y lo leía mientras comía. Si estaba aburrido, era normal entre mis hermanos y yo el coger cada uno un tomo al azar de alguna de las enciclopedias y empezar a hojearlo y leerlo. Sin querer queriendo, así comenzó una extraña relación entre los libros de mi padre y yo, que se mantiene hasta el día de hoy. Estoy seguro que constituye todo un amor platónico, es decir, eterno.
De otro lado, debo mencionar que siempre me impresionó la velocidad con la que mi padre leía libros de todo tipo: novelas, historia, biografías, política o economía, entre otras cosas. Casi diría que los devoraba. Me impresionaba la velocidad a la que se movían sus ojos cuando leía, echado en su cama o sentado en su sofá favorito. Desde niño me llevaba a visitar librerías por todo Lima. Desde la clásica “Castro Soto” en Miguel Dasso o la célebre “Studium” –en aquellas épocas la más grande y completa- así como “La Hispánica” en Schell o la librería “El Pacífico”, cerca al cine del mismo nombre en Miraflores o “El Virrey” en San Isidro, siempre bien dotada. Cuando visitaba una librería con mi padre y mientras éste veía los libros que más le gustaban, yo me iba hacia las novelas clásicas, comenzando por revisar las de Julio Verne, Dumas y Stevenson, por ejemplo, o viendo las biografías de tantos, adquiriendo con mis propinas los libros que podía. Mis primeros libros fueron los de Verne así como una edición de “Don Quijote de la Mancha”. Debo mencionar que siempre me gustó adquirir las versiones originales, esto es, no versiones resumidas para niños con dibujos o figuritas sino la obra original para adultos, esto es, páginas de sólo texto, pues no me gustaba –por una cuestión de principios- nada de libros para niños con ilustraciones. Siempre quería leer la novela original del autor que se tratase. Otras versiones no me hubieran parecido serias. A mis 10 años ya era normal que me comprara siempre que podía alguna novela clásica de Verne o biografías de ilustres personales de la historia. Poco a poco me fui haciendo mi propia biblioteca, pero la que era impresionante era la biblioteca de mi padre. Diríase que cada libro tenía su lugar y su propia personalidad y carácter, así como un tiempo de vida o de vigencia.
Pero ¿Qué era lo que me atraía –casi como una adicción irresistible- y aún me atrae de los libros? Pienso que es aquel misterio que los envuelve. Si es una novela, los personajes vivos en ella, sus vidas, sentimientos y aventuras; si es uno de historia, el conocer aquellos tiempos que uno no vivió sino que le contaron en el colegio, el saber un poco más de lo vivido y sentido en otras ápocas; si es una biografía, el vivir con ese personaje ya fallecido, genio de la música, artista, militar, santo o político, comprenderlo mejor y aprender de él.
En fin, como diría en sus “Prosas Apátridas” el gran Julio Ramón Ribeyro: “La cultura no es un almacén de autores leídos sino una forma de razonar. Un hombre culto que cita mucho es un incivilizado…”, y como no quiero que se me tilde de “incivilizado”, concluyo agradeciendo a mi padre por permitirme “vivir” su biblioteca, leyendo y devorando cada libro, haciéndolos partes de mi vida, pues según el momento en que los lees, cada libro te traerá, como la música, un recuerdo determinado, en algunos casos hermosos, tristes, alegres, románticos, etc. pues así es la vida de variada y multifacética. Quien ama la buena lectura y ama los libros, descubre todo un mundo maravilloso.
Hoy que se lee poco o casi nada; hoy que los jóvenes leen poco y comprenden menos, les invito a que se dejen enamorar por la lectura y por los libros. Saldrán enriquecidos definitivamente. Termino exclamando con Ribeyro: “¡Cuántos libros, Dios mío, y que poco tiempo y a veces qué pocas ganas de leerlos! Mi propia biblioteca donde antes cada libro que ingresaba era previamente leído y digerido, se va plagando de libros parásitos, que llegan allí muchas veces no se sabe cómo y que por un fenómeno de imantación y de aglutinación, contribuyen a cimentar la montaña de lo ilegible y entre estos libros perdidos, los que yo he escrito… quizás lo que pueda devolvernos el gusto por la lectura sería la destrucción de todo lo escrito y el hecho de partir inocente, alegremente de cero”.