A fines del mes pasado, el poblado amazónico de Victoria Gracia, a 20 minutos de Yarinacocha (Ucayali) se vio teñido de sangre por partida doble. Por un lado, Olivia Arévalo, la octogenaria lideresa y defensora de los derechos culturales del pueblo shipibo-konibo, perdió la vida a disparos fuera de su precaria vivienda. Dos días después de su muerte, efectivos de la Policía Nacional encontraron el cadáver de Sebastian Woodroffe, un ciudadano canadiense de 41 años que se dedicaba a estudiar las propiedades medicinales de la ayahuasca en la región, enterrado en unos pastizales a un kilómetro del hogar de Arévalo.
Poco después de que se diera a conocer el fallecimiento de la cantante de ícaros ancestrales, proliferó en las redes sociales un video profundamente sobrecogedor en el que un puñado de pobladores lincha a un enlodado y suplicante Woodroffe, bajo el escrutinio de menores y unos cuantos lugareños inmutables. Desde el jueves 19 de abril—día en que fue asesinada la venerada curandera—, los habitantes del caserío le atribuían el crimen al extranjero. En base a estos y otros indicios más o menos legítimos se desprendió una serie de rocambolescas teorías que hasta el día de hoy no han sido corroboradas. Sin embargo, las pericias que hizo la Fiscalía con las prendas de Woodroffe han confirmado a la postre la identidad del ya ajusticiado homicida. Como es el caso de los innumerables delitos cuya cobertura invade nuestras pantallas y radios, los detalles son vitales.
A pesar de su truculencia y la justificada notoriedad que ha cobrado en las últimas semanas, debemos recalcar que el caso de Olivia Arévalo no es único. Hay, pues, más mártires entre los dirigentes indígenas cuyas historias no pueden perderse en la carcoma del tiempo. Hace un par de años, Global Witness posicionó al Perú en el cuarto lugar de los países con más homicidios de líderes medioambientales en el mundo. Muchos de estos protectores de la naturaleza y el legado cultural de sus pueblos han sido tildados de rojos, terroristas y resentidos sociales. Recordemos cómo Edwin Chota—tenaz opositor a la tala ilegal de los bosques amazónicos cuya resolución lo empujaba a hacer itinerarias peregrinaciones en su peque peque—fue acribillado junto a otros tres líderes asháninkas en el 2014. Por otro lado, los balazos que impactaron a Hitler Rojas, presidente del Frente de Defensa del Río Marañón, el 28 de diciembre del 2015, le dieron nuevos visos a una serie de fricciones en la que figuraron el Gobierno de Humala, y el ahora cuestionado hasta el hartazgo Odebrecht.
Lo cierto es que todavía existe un largo trecho por recorrer en lo que se refiere a los derechos de los pueblos originarios. Según el Censo de Población y Vivienda 2007 del INEI, hay alrededor de cuatro millones de peruanos con raíces indígenas. Pese a los vastos propósitos que han manifestado diversos programas humanitarios y frentes políticos, la realidad es que, hasta la fecha, la población indígena todavía ocupa un lugar ancilar en nuestra sociedad, viviendo en condiciones infrahumanas y siendo ninguneada sin ningún escrúpulo. A tal punto ha llegado la situación que la ONU ha compaginado el hecho de ser indígena con el de ser pobre. Rocío Silva Santisteban, connotada poeta y secretaria ejecutiva de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos (CNDDHH) considera que la injusticia se debe en gran parte a un modelo irresponsable de extracción y exportación de materias primas que se desliga totalmente de los intereses de las comunidades afectadas. Del funesto “perro del hortelano” de Alan García a la muerte de Olivia Arévalo, vale la pena hacer una revisión de lo poco que se ha logrado, así como de lo mucho que queda por hacer.
Yo estuve en Canadá cuando los medios revelaron la trágica manera en que terminaron los días de Woodroffe. Sumada al caso de Jesse Galganov—el joven canadiense que desapareció en Caraz el año pasado—, la muerte del investigador ha dado lugar a un gran pesar e incertidumbre con respecto a lo que les depara nuestro país a los intrépidos viajeros del país norteamericano. He escuchado y leído varios comentarios de personas que trataron, fueron allegadas, o conocieron muy superficialmente a Woodroffe. Muchos de ellos se encuentran insatisfechos con los hallazgos de las autoridades peruanas; de hecho, hay una minoría que desvela prejuicios muy primarios al decir que no se puede creer nada de lo que se dice en un país tercermundista. En vista de este lamentable (y por lo mismo ineludible) correlato, ¿qué estamos haciendo para limpiar la imagen que proyectamos más allá de nuestras fronteras? Quizás aún más relevante, ¿qué tanto hemos hecho por cambiar las cosas al interior: en nuestra propia tierra, y con nuestra propia gente?
Hoy por hoy, seguimos con la misma interrogante: ¿por qué el canadiense acabó con la vida de la meraya? Pero, al mismo tiempo, es necesario reevaluar nuestras estrategias para combatir las dificultades que enfrenta este sector tan vulnerable de la población, considerando que sabemos muy poco de él. A la larga, habrá que reconocer que nosotros, peruanos del común, hasta cierto punto somos copartícipes de estas tropelías por medio de nuestra indiferencia, desinformación y reticencia a reclamar la misma justicia para todos, sin ridículas distinciones de época virreinal. De lo contrario, los derechos de nuestras hermanas y hermanos indígenas seguirán siendo violados a mansalva, y, lo que es peor aún, con impunidad.
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