Grecia ha pasado a la historia como el primer país desarrollado–entendiendo que son desarrollados aquellos países pertenecientes a la OCDE—en caer en default tras vencer el plazo planteado por el FMI. La “arruga” no es pequeña, y asciende a poco menos de US$2,000 millones, lo que, en contexto peruano, equivale a aproximadamente la mitad de la inversión prevista para el proyecto Conga.
El “Grexit”–mote con el que se le conoce a esta tragedia que bien pudiera ser de Homero—no viene de hace unos meses, sino que se arrastra desde inicios de 2012. En ese entonces, el triunfo electoral de los conservadores morigeró la tensión reinante en Europa, y se previó incluso que Grecia accedería a las condiciones de austeridad propuestas (e impuestas). No obstante, los recientes giros en el tablero político colocaron en el poder a Alexis Tsipras, político de izquierdas que mantuvo como eje de campaña, y también ahora de gobierno, la negativa a participar de las condiciones de austeridad fiscal y privatizaciones planteadas por el BCE y el FMI.
Hoy, el escenario mezcla pantallazos de lo que se vio en Argentina en el 2011–con fondos buitre comprando bonos basura que bien pueden servir para un negocio futuro—y la retórica populista a la que tan acostumbrados estamos en Latinoamérica.
No obstante, la pequeña y enorme diferencia que hay entre el escenario enfrentado por Grecia y el que en algún momento vivió Argentina o incluso el Perú, es que los griegos tienen la sartén por el mango –y harán todo lo posible por mantener la percepción de control sobre el sistema. Desde el resurgimiento del temor de un “efecto dominó” que empiece por el abandono de la Eurozona y termine por desmembrar a la UE–Podemos en España se colocaría primero en la fila—, hasta el posible acercamiento de Grecia a la esfera de influencia rusa han hecho que el Banco Central Europeo haya sido extremadamente cauteloso al momento de tomar posición sobre los no pocos retrasos helénicos.
Así, la propuesta de referéndum planteada por Tsipras sirve como mecanismo de presión para tomar control sobre las negociaciones y finalmente conseguir que el FMI y la UE relajen los términos para llegar a un acuerdo favorable. En definitiva, a Grecia no le vendría bien un Grexit por el aislamiento económico que éste supondría y porque el apoyo ruso sería marginal, toda vez que dicho país está en proceso de superar sus propias crisis recientes. Sin embargo, está jugando todas sus fichas para conseguir que sus acreedores terminen por ceder terreno.
La disyuntiva greco-europea sirve para demostrar que en un contexto reciente de búsqueda de sinergias económicas y comerciales, los estados persistirán en generar los mecanismos de presión que hagan prevalecer su supervivencia soberana; este solo parece ser el comienzo.