[OPINIÓN] Entre la 78 y la tercera

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14 de mayo del 2006, Jamaica Station. Yo, tres maletas y un mapa de papel que abierto me llegaba a las rodillas intentábamos descifrar si era la línea F o la M la que me llevaría a Manhattan. Me detuve por completo al lado de la escalera mientras los “niuyorkers” me zumbaban a un ritmo de doscientas personas por minuto. Supongo que no se es consciente cuando es uno mismo el que tiene pinta de turista. Se me acerca un hombre que está tomando la misma ruta que yo y me ofrece seguirlo. “Qué amable”, pensé… y decían que la gente en Nueva York es antipática.

Esa semana iba a cantar en un festival de coros, me sentía importantísima. Con menos de dos meses de haber empezado la universidad, mi mayor preocupación en la vida era encontrar un ToysRUs para comprarle un oso de peluche a mi hermana (o hermano, aún no sabía) que estaba por nacer o convencer al hombre de seguridad que me deje entrar al bar con mis amigas del coro (todas mayores de 21) y no ser la bebé del grupo que le arruina el plan a las demás. “Señor, tengo 17 pero le juro que no voy a tomar, márqueme la mano si quiere”. Todo olía a nuevo, todo era increíble, hasta ir a la ópera en la fila que no tiene asientos (ahorro es progreso) me parecía alucinante.

28 de julio del 2010, Aeropuerto Internacional John F. Kennedy. Parada técnica de dos días camino a Boston, Massachusetts en un viaje secreto. Siendo ya la tercera vez que venía por acá, y puesto que tenía a mi papá de acompañante, sentía un especial orgullo en ser la experta en navegación terrestre cuando se trataba de tomar el “Subway”; o al menos fingía serlo para sentir que le estaba enseñando algo. Mis recuerdos de Nueva York por algún motivo vienen siempre cargados de emociones fuertes; esta vez, de terror/ansias/ganas de vomitar. No era porque en la plataforma del tren hacía 40°C, el jean se me había pegado a las piernas y las ampollas de mis talones con las justas me dejaban caminar. Mi violín en la espalda y en mi cabeza la letra de las canciones que había estado ensayando durante los últimos meses para mi audición a Berklee College of Music. Nadie en la oficina sabía qué estaba haciendo. En mi barriga, mariposas… pero carnívoras, porque un dolor punzante en mi lado derecho me drenaba la poca energía que me quedaba. En 48 horas estaría esperando mi turno, conversando casualmente con los otros postulantes, secretamente calculando mis probabilidades de ingresar conforme me contaban sobre su experiencia.

30 de septiembre del 2013. Upper West Side. Última parada de un viaje maratónico. 7 ciudades, 9 aviones, 2 semanas y una meta: escoger un programa de MBA. Ya estaba todo terminado, aplicaciones mandadas, tours hechos… sólo quedaba esperar. Me subo a un taxi al aeropuerto, no vaya a ser que de casualidad termine en Harlem de nuevo y pierda (de nuevo) el avión (larga historia, pasa en las mejores familias). Conforme me alejaba de las luces de la ciudad pensaba en lo que había vivido en los últimos días. Esta vez, totalmente sola en la travesía, había pasado por una serie de reencuentros, descubrimientos y despedidas. Nunca pensé que un tour de universidades sería tan especial a nivel personal. Boté un par de lágrimas y me prometí que volvería.

La semana pasada se cumplió un mes desde que me mudé aquí. Dicen que para ser un verdadero “niuyorker” uno tiene que haber vivido acá por lo menos dos años, pero yo estoy decidida a comprimir esos dos años de experiencia en los tres meses que estaré acá. A diferencia de lo que esperaba, la ciudad se siente más cómoda ahora que no vivo en un hotel y que no tengo ningún motivo para pasar por Times Square. Hasta mi seudo-departamento (estudio, le dicen acá, con cariño) de 2×2 en la tercera avenida me parece lo justo y necesario. Me he acostumbrado a vivir ligero, a disfrutar de no tener planes definidos, a estar lista para tomar mis cosas y moverme en cualquier momento, a no comprar idioteces que no necesito y a no acumular nada que ocupe espacio por gusto. Siento que la velocidad de este lugar se sincroniza perfectamente con mis pies y la infinidad de posibilidades me mantiene constantemente a la expectativa de lo que me espera al día siguiente. Me encanta este lugar.