Ayer, mientras conversaba con una familiar que acababa de llegar de Washington, me topé con el inevitable tema de conversación que es ahora Donald Trump. Me dijo que el problema no era Donald Trump como candidato, sino el apoyo que recibía su candidatura. En poco más de un año se escogerá al nuevo hombre más poderoso del mundo.
Se acaba la era de Obama, a quien muchos hasta hoy no le perdonan que haya nacido negro. Era de esos hombres de los que Shakespeare decía que no habían nacido grandes, sino que habían alcanzado la grandeza. Luego su gestión entraría en duda, donde no conviene estar mucho tiempo, y donde no llegaba el corazón no pudo llegar el talento. Como el presidente perfecto no fue real, tuvimos que imaginarlo. Pero hasta la fantasía tiene sus límites.
Entre los que quieren recoger la posta de Obama está el empresario que hace poco se levantó el pelo y lo jaló para comprobar que no es falso — una especie de demostración de que Superman está vivo y lo único entre él y la presidencia es que la gente crea que existe. Su retórica de candidato gravita entorno a un vocabulario racista, una especie de colchón semántico con una esvástica en la etiqueta. Tildó a muchos inmigrantes sin identificación de violadores y asesinos. Todos esos desconocidos, que como Galeano dijo son “los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata”, incendian la opinión pública y dividen el sueño americano. Lo hacen porque Trump ha pedido el reflector principal en una función que durará hasta noviembre de 2016.
En un trabajo de indecisiones, Donald Trump no admite monedas al aire con su visión xenofóbica. La política es más un “sí pero no” que cualquier otra cosa, donde nada se sabe con certeza porque las promesas multiplicadas por cero igual son demasiadas, pero cada cierto tiempo un candidato no da su brazo a torcer sobre algún tema. La xenofobia en Estados Unidos se conduce por la sospecha de lo que piensa Trump, y no son pocos los que en realidad no tienen ni idea de que quieren, salvo que no quieren extranjeros. No hay ni idea de que trata el resto de su plan de gobierno, porque no importa saberlo. ¿Voto informado? Eso es cosa de mexicanos, dirán.
Un íntimo amigo mío tiene un tío que es periodista en España — hay cosas peores, dicen. El día que salió a la luz que Grigori Perelman había rechazado un premio de un millón de dólares por resolver la conjetura de Poincaré, su tío le ofreció 1000 dólares si le llegaba a dar una entrevista. Hay maneras de actuar tan estúpidas que parece increíble que no funcionen. Algo de eso tiene la candidatura de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos. Dijo que sus credenciales para ocupar el cargo son su actitud y su dinero. En Perú nos contentaríamos con ello, es cierto, pero en Perú no elegimos partidos. Elegimos personas.
En medio de un sueño americano completado y preparada para votar por otro candidato, ayer mi familiar me comentaba que las elecciones en Estados Unidos no son como se muestran en House of Cards. Me contó que las cosas no van tan rápido, y que Kevin Spacey sería un santo entre los que concurren las portadas de los periódicos. Todo ello porque a los candidatos nunca les pedimos mucho. Los endiosamos, y pedirles demasiado sería volar muy cerca al sol. Les pedimos pan, circo y alguien a quien culpar. Trump puede darles todo eso. Lo demás es política.