[OPINIÓN] Para empezar

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Debo reconocer -con toda humildad- que, al ser esta mi primera columna en Lucidez, no sabía exactamente sobre qué hecho de actualidad política escribir. Esto no tanto por la falta de temas sino todo lo contrario, dado que la normalidad de la política nacional es justamente la polémica permanente sobre hechos coyunturales, los cuales se dan en abundancia. Sin embargo, muchas veces este énfasis en la coyuntura nos hace perder la perspectiva sobre qué país queremos para el futuro y qué estamos dispuestos a hacer para lograrlo. ¿Será todo esto consecuencia de nuestra falta de institucionalidad, que es a la vez consecuencia de años de vivir en una sociedad donde la informalidad y la anomia han ganado–y parecen seguir ganando–cada vez más terreno? ¿Será que la superficialidad está tomando cada vez más espacios en nuestra sociedad y que el análisis y la reflexión profunda están pasando de moda? Y lo peor de todo, ¿estamos haciendo algo nosotros como ciudadanos para recomponer esta situación?

Nos podemos hacer una serie de preguntas sobre el por qué nuestro país–a pesar de los altos índices de crecimiento económico que hemos tenido en los últimos años–todavía se encuentra muy lejos de llegar a ser una nación del primer mundo. Esta es una condición que no se logra evidentemente solo con el crecimiento económico, el cual no deja de ser esencial, sino que es consecuencia de la mejora permanente y constante de una serie de indicadores económicos y sociales durante un muy largo periodo de tiempo (que puede incluso involucrar a varias generaciones).

No obstante, a esto hay que agregar una condición sobre la cual parece que pocos han reflexionado. En algún artículo de opinión firmado por Gonzalo Portocarrero, que leyera hace algunos años en el diario El Comercio, se define al ciudadano como aquella persona que–sin renunciar a sus intereses específicos–tiene la posibilidad de colocarse en el lugar de los otros y puede sacrificar un beneficio particular en función del incremento del bienestar general. Bajo esta definición, ¿podemos autocalificarnos los peruanos como verdaderos ciudadanos? ¿Anteponemos nuestro bienestar inmediato al bien común?

Lamentablemente, en la vida diaria abundan los ejemplos en los ámbitos político, académico, económico y social en los que diversas personas anteponen sus intereses a los de la comunidad. Y si no tenemos esta capacidad señalada por Portocarrero, ¿cómo vamos a poder proyectarnos adecuadamente como sociedad hacia el futuro?

Este va a ser el derrotero que le pretendo dar a mi columna todos los viernes. A partir de hoy, en este espacio que tan generosamente se me ha concedido, mi intención no es la de ser dueño de la verdad, ni la de insultar a personas que piensen de manera distinta a mí. No pretendo tampoco utilizar un lenguaje muy complejo o rimbombante–pero tampoco vulgar –para exponer mis humildes reflexiones. Tampoco pretendo descalificar a nadie por el solo hecho de ser un creyente religioso o un secularista o un ateo. Simplemente pretendo que todos ustedes se detengan un momento y me permitan invitarlos a reflexionar en lo que realmente podemos hacer para convertirnos en un país de primer mundo en el largo plazo. Esta reflexión que compromete a TODOS los peruanos sin excepción alguna y nos obliga a ver a nuestros semejantes con humildad y respeto, por más que piensen de manera distinta.

Por último, deseo que no se me vea como un profesor de ciencias políticas, aficionado al análisis político. Solo deseo ser visto como un ciudadano peruano que está preocupado por el tipo de país que le va a dejar a su hijo y que realmente ama profundamente al terruño en el que nació. Como bien decía Séneca, uno no ama a su patria porque sea grande, sino porque simplemente es suya.


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