Solamente por estas épocas nos acordamos de nuestro querido país, aquel espacio que nos da –en un sentido básico– el sentido de pertenencia. Sin llegar al nacionalismo, vivir el patriotismo es algo que deberíamos practicar constantemente (y no solo en julio).
Nuestro país necesita libertad. Libertad de la “encuestocracia”, de aquel oportunismo de los cinco años (o tres) que tanto daño nos ha hecho. La fijación obsesiva en la meta hará inevitablemente que perdamos la perspectiva y apostemos por llegar al punto a como dé lugar. Ahí es donde se hace imperativo impulsar el ejercicio ético en la política y no desmayar en la utopía porque esta es una labor constante. No olvidemos, no olvidemos.
No olvidemos o, mejor dicho, no perdamos de vista que la corrupción es solo una manifestación y no una causa. Concentrémonos en lo que está detrás que es aquello que muy pocas veces se quiere ver. La anticorrupción es solo un espectáculo cuando no tiende a la prevención ni a eliminar las raíces. Solo la ética salvará al Perú.
Tengamos presente, en ese sentido, que nadie nos colocó a las autoridades que tenemos. Nosotros –directa o indirectamente– las pusimos ahí. Asumir la responsabilidad de nuestras acciones debe ser el nuevo estandarte nacional. La responsabilidad es el precio por la libertad, si no lo pagamos o no lo tenemos al lado como un recordatorio de humildad moral, entonces nunca seremos libres; no lo merecemos.
No busquemos más padres (o madres) salvadores, porque no existen. La autoridad nos la da nuestra consciencia, que luego se manifiesta en palabra y finalmente en acción. No necesitamos alguien que nos vigile, nos mutile, nos coaccione para hacer lo correcto. Eso nos hará libres.
Nunca entendí el concepto del bien o del interés común porque no sé cómo me mide, ni siquiera sé cómo se legitima (si es por mayoría o tres cuartas partes), lo único que puedo decir es que la libertad se forja en dejar que cada persona realice su proyecto de vida como mejor la parezca. Sin hacer daño a nadie y sin que nadie se entrometa. Eso implica la necesidad entregar a todos las mismas posibilidades lo cual a su vez no determina igualarnos, sino tratarnos como seres humanos distintos e iguales a la vez (mismos derechos, mismas oportunidades).
Quiero, en ese sentido, un país libre de defensas partidas. Un país en donde todos, sí todos -y no solo unos grupos- tengan el mismo respeto. En donde se respete la disidencia y la diferencia que es lo que nos hace únicos, diversos.
Nos falta solo un año para hablar de bicentenario y espero que tengamos un bonito y próspero festejo. Sin embargo, en la calma y la serenidad del balance no olvidemos tampoco de mirar hacia atrás porque somos una cultura milenaria. Desde esa perspectiva podemos llegar a la conclusión de que aún estamos en falta. “Hay hermanos mucho por hacer”.
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