Yo respeto mucho al cardenal Juan Luis Cipriani. Siempre he estado en desacuerdo con los grupos que gustan de atacarlo diariamente y de forma prácticamente gratuita; ya sean las feministas incendiarias, los ateos fanáticos o los izquierdistas intolerantes. Para mí el Cardenal siempre ha tenido el derecho de participar en los debates que atañen a la sociedad, y como representante de una institución a la que pertenece gran parte de la población peruana, siempre me ha parecido importante que dé su opinión. Claro, esto a muchas personas les molesta. Sus opiniones pueden ser impopulares y el recurso barato que utilizan sus opositores para tratar de silenciarlo es alegar que a él no le corresponde opinar sobre temas “ajenos” a la iglesia.¿Por qué entonces usted no podría opinar de temas ajenos a los de su profesión, por ejemplo? La libertad de expresión es una conquista de las sociedades modernas y, como tal, debe ser defendida.
Sin embargo, dejando claro que estoy en las antípodas de las posiciones de odio y rechazo al Cardenal, creo que es importante criticarlo por lo sucedido recientemente con las columnas que publicó en el diario El Comercio.
Diga lo que diga el Cardenal el hecho concreto es que plagió. Este acto es una afrenta y un insulto al “público” al que, como Primado de la Iglesia Católica, se debe. Alguien que lee a un líder o lo escucha, lo hace buscando una de dos cosas: ser guiado (esto va para los católicos) o simplemente conocer el discurso que él y su institución desean transmitir. Pero dar a conocer el discurso no parte de repetir (o copiar en este caso) lo dicho por otros líderes (en este caso dos Papas). A una persona como Cipriani le corresponde hablarles a los peruanos con un lenguaje propio, dirigido específicamente a ellos, no tomar las palabras de otro autor redactadas seguramente para un público más amplio, ajeno a las realidades concretas de nuestro país, por ejemplo.
Sí, quizá desde una perspectiva eclesiástica estos textos producidos por figuras de la iglesia son de uso público o por lo menos de uso libre para aquellos que predican la fe católica. Sin embargo, de ser así no solo se hubiera citado a las fuentes en aras de que el lector, si así lo desea, pueda adentrarse aún más en los conocimientos que el Cardenal quiere compartir (es aún más insultante que alegue que no citó por “falta de espacio”) sino que tampoco se hubiera tratado de camuflar la copia con burdas modificaciones en el texto. De ser como dice el Cardenal lo hubiera copiado tal cual, ya que con eso en mente, “no tiene nada de malo”.
La noticia me decepcionó por varios motivos. En primer lugar yo he defendido al Cardenal en varias oportunidades no necesariamente porque comulgue, en ocasiones, con sus ideas, sino porque siento que como demócrata me corresponde defender el derecho de las personas a comunicarlas. En segundo lugar está lo que este acto comunica, como católico yo siento que al líder de la iglesia en nuestro país no le termina de interesar estrechar un camino de diálogo conmigo, me da a entender que el escribe solo por cumplir. En tercer lugar me molesta que con este acto le haya dado justificada cabida a sus detractores, para ellos esto ha sido un festín y todos aquellos que en algún momento tratamos de defender a Cipriani quedamos como unos peleles silenciados y apabullados por el peso de una acción tan indefendible como plagiar.
Vivimos en un tiempo donde se le da mucho valor (y enhorabuena) a la propiedad intelectual, la misma que puede ir desde la escritura de un libro hasta la patente de un artefacto que facilite la vida a las personas. Hoy, la formación individual es la clave para el éxito en el mercado y las producciones intelectuales son tesoros cuya belleza sólo debe ser atribuida a quienes los produjeron. Hacer uso de uno de estos tesoros sin dar crédito a quien con tanto esfuerzo los trajo al mundo es sin lugar a dudas un robo.
Más que enfado, siento pena por lo sucedido. Me siento defraudado. Reitero mi cariño a la Iglesia Católica e insisto en el respeto que le tengo al Cardenal pero ha obrado mal y merecemos una disculpa sincera y no una falsa justificación.