¿Privilegios, derechos o libertades?, por Raúl Bravo Sender

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El domingo 8 de Marzo se celebró el día internacional de la mujer. En el Perú, esta fecha cobra una connotación diferente, dado que casi todos los días los medios de comunicación hacen de público conocimiento nuevos casos de feminicidio o de violencia contra las mujeres en distintos contextos (familiar, laboral, etc.).

Desde hace unos años existe un movimiento que se atribuye la defensa de los derechos de la mujer, autocalificado de feminista. Todo movimiento en promover los derechos de determinados grupos humanos de la sociedad es aplaudible. Sin embargo, detengámonos a analizar si lo que exige y la forma en que lo hace, son legítimos.

Lo que demanda es una sociedad más igualitaria entre hombres y mujeres, alegando que éstas se encuentran postergadas a un rol diminuto –en comparación con los hombres- en el contexto de un sistema capitalista en el cual consideran al Estado de machista, opresor –y violador-. Movimiento que para muchas activistas constituye el sentido de sus existencias.

En una democracia son legítimas todas las manifestaciones. La pluralidad de pensamientos y convicciones es la esencia del disentimiento propio de la democracia. Y el estado de derecho garantiza que todas las personas puedan ejercer plenamente el derecho a expresarse sin miedo a ser perseguido por sus ideas.

Sin embargo, hoy este movimiento ha cobrado tales dimensiones, al punto que opinar distinto a las ideas que profesa constituye una ofensa para toda la sociedad –e inclusive el Estado-. Se ha atribuido un rol de arbitrador o policía del pensamiento, pues quien disienta de su enfoque prácticamente está condenado por el colectivo social.

La prensa y muchos políticos se prestan a este juego, pues por el cálculo político de sus opiniones, prefieren sacrificar su libertad de expresarse por quedar bien con lo políticamente correcto. Hoy, la prensa se ha convertido en un activista más y censura a diestra y siniestra a quien no se alinea con estas ideas intolerantes.

Levantando la bandera de la igualdad entre hombres y mujeres, este movimiento exige un pliego de derechos que, en el fondo, no son más que privilegios. Lo cierto es que hombres y mujeres siempre serán diferentes, y la única igualdad que puede exigirse es la formal ante la ley y que el Estado no trate a unos con privilegios y a otros no.

Bajo el estado de derecho, que significó el triunfo de las libertades frente al absolutismo, la ley no tiene por función otorgar privilegios sino garantizar el ejercicio de los derechos y las libertades. Pero por pretender igualar materialmente a todos desde la ley, a las finales lo que se consigue es la desigualdad basada en privilegios.

Los individuos, por su sola condición de hombres, mujeres, jóvenes, viejos, nacionales o extranjeros, no pueden exigirle al Estado que por ley les reconozcan mayores o mejores derechos. En el fondo, reitero, ello no son más que privilegios, pues los derechos y las libertades son de las personas, por igual para todos y sin hacer distinciones.

Se comete el error de ver en la ley el mecanismo de conquista de un conjunto de pretensiones de un grupo de interés social. Así, la ley se pervierte, pues los demás grupos sociales querrán hacer lo mismo con ella, esto es, instrumentalizarla para legalizar sus demandas. Cuando por el contrario, la ley debe ponerle límites a los excesos cometidos desde el poder.

Y si como supuestamente se dice luchan por erradicar la violencia contra las mujeres, contradictoriamente sus manifestaciones han cobrado dimensiones de intolerancia e inclusive violencia contra todo aquel que manifieste ideas distintas. Es cierto, una gran mayoría de activistas han perdido la coherencia entre lo que pregonan y lo que finalmente hacen.

Todos deseamos una sociedad más justa. Pero no confundamos este anhelo con una errada igualdad encubierta en este movimiento. Pues injusto es que a unos –o a unas- la ley les reconozca mayores o mejores derechos y a otros no.

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