El economista Milton Friedman afirmó que “no hay almuerzo gratis”. En efecto, todo tiene un costo, un precio y un valor. Y en ese sentido, cabe preguntarnos en la actual coyuntura latinoamericana: ¿quién paga la cena? O, mejor dicho, ¿quién pagará todo el pliego de necesidades demandadas en las recientes manifestaciones populares que explotaron en la región? Nos olvidamos que siempre alguien paga la factura.
¿Hacia dónde va América Latina? Todo parece indicar que se descarrila hacia el vacío de los modelos fundados en el derroche populista. Es fácil confeccionar listas de reclamos y darles la calidad de derechos positivos en leyes y constituciones. Sin embargo, dejamos de lado lo fundamental: determinar quién o quiénes asumirán la cuenta de todo ese despilfarro justificado en la gaseosa justicia social.
Hace unos días se recordó un año más de la declaración universal de los derechos humanos. La definición legal de derechos implica que al mismo tiempo se establezcan los obligados a satisfacerlos. La educación, la salud, la seguridad social y el trabajo, ¿realmente son derechos? ¿quién está obligado a cumplirlos? Nadie puede quedar obligado respecto de lo que no ha prestado su consentimiento.
Detengámonos a analizar las razones en las cuales los manifestantes han fundado sus protestas. Todas ellas giran en torno a una desigualdad que consideran la ha generado el “neoliberalismo”, y por el cual unos cuantos se han hecho ricos causando la pobreza de los demás. En otras palabras, más de ese discurso que le traslada la culpa del atraso de nuestras sociedades al éxito de otras.
Pueden identificarse entre quienes abrazan el ideario de la igualdad y la justicia social, una mezcla de sentimientos encontrados que se traducen en un rechazo a priori hacia todo aquel que logra éxito económico. Su carga emotiva los impulsa a ver en el liberalismo económico (capitalismo) –al que confunden con neoliberalismo-, como el causante del actual estado de cosas. Pero ello no es más que mercantilismo.
Hoy, la izquierda latinoamericana pretende hacernos creer que representa a una clase social oprimida por el capitalismo, y que tiene la fórmula para revertir dicho statu quo, lo cual implica centralizar todos los poderes en un gabinete de iluminados burócratas guiados por un inmaculado mesías. Dicho discurso no es novedoso, pues los venezolanos ya lo escucharon hace veinte años en la voz de un militar.
En sus inicios, este modelo puede ser popular por el derroche de los recursos públicos. Pero a la larga, una vez que se acaba el presupuesto, el gobierno muestra su verdadera cara y en el afán de financiar sus genialidades, empieza a agobiar a los ciudadanos con mayor carga impositiva, llegando al extremo de la expropiación arbitraria y el endeudamiento público. A las finales, todos pagamos la cuenta de los platos rotos.
Lo más triste de todo este proceso es que, a pesar de ser hoy en día testigos privilegiados de las consecuencias –sufriéndolas, inclusive, por el fenómeno migratorio- de dicho modelo, los latinoamericanos parecemos empecinados en cometer los mismos errores. En realidad, los gobiernos populistas no buscan acabar con la pobreza sino más bien profundizarla, pues su discurso vive de los pobres.
Se ha sostenido que nuestro país es una isla en medio de la actual crisis latinoamericana, pues las protestas y marchas no han encontrado eco en las plazas y calles. No nos confiemos. Mucho se jugará el Perú en las próximas elecciones congresales de Enero del 2020. Amenazan postulaciones que proponen cambiar el modelo económico que nos ha permitido ir superando la pobreza.
Pero mucho depende que el Tribunal Constitucional esté a la altura y emita un decisivo fallo reconociendo que, en efecto, lo del 30 de Setiembre fue una ruptura del orden constitucional. Sólo así los peruanos nos podremos jactar de ser una isla en medio de la crisis regional, dado que somos capaces de resolver nuestros problemas dentro del orden institucional y sancionando a las aventuras políticas.
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