Quien se quiera engañar, que lo haga. Ya saben, qui potest capiere, capiat. Negar el brutal racismo de la sociedad peruana, que más bien parece nuestra segunda religión, sería tapar el sol con un dedo. Los sentimientos encontrados de muchísimos extranjeros con los que he tenido el placer de conversar son los siguientes: Lima es la ciudad más racista en la que he estado. Añádanle el “che”, el “po”, el “pana”, el lo que sea para que el enunciado provenga de un foráneo, pero el mensaje es el mismo. Desde los años cincuenta, por ejemplo, cuando Ernesto Guevara visitó nuestra gris ciudad de velo blanco, quedó marcado por nuestro racismo latente.
Al grano y sin rodeos. La privatización de las playas — habría que leer la Constitución para saber que el litoral peruano no es de nadie más que del Estado —, las ocurrencias racistas en la (pseudo) alta sociedad (porque me llega al billete tu filtro), el “baño para empleadas” en Ancón (tschk, pero si son empleadas, darling), y la señorita llamando “serrano” al policía por no dejarla colarse en el Metropolitano. A dejarse de hipocresías; conozco a muy poca gente que, con Biblia en mano, me pueden decir que nunca han pecado de racistas. Saber errar y saber admitirlo es un código esencial en la vida. ¿El taxista te cerró el carro? Pues es un cholo. ¿El sereno no te quiere dejar entrar al condominio de tu amigo? Pucha, que tal serrano. Y así van tantos años, y así tanta mediocridad. Desde la época de los españoles — Mariátegui díxit — vivimos en esa sociedad. Algunos sugieren que no es nuestra culpa, que es el legado de la colonización, que así es la vida. Pero, ¿y si no es nuestra, de quién?
No es mentira afirmar que sí, que el dedo mediático — además de los programas que desataron una marcha para la cultura, los programas que se basan en estos programas, y los programas que se basan en los programas que se basan en estos programas (que jodido, lo sé) — le ha dado más importancia al problema angular de nuestra emergente sociedad. Radiografía; dicen que cada año nos volvemos más racistas. Dicen, y nadie lo puede negar, que el peruano promedio encuentra la palabra “cholo”, “serrano” o “paisano” despectiva. Dicen que La Paisana Jacinta, como si fuese el Siglo XIX para que recién nos lo hiciéramos ver, es una falta de respeto hacia la cultura andina, y pusieron el foco en los insultos a Hilaria Supa (aún sin castigar, aunque desde el 2006 nuestra legislación castiga la discriminación étnica y racial). Y afirman que la muchacha que le dijo “serrano” al policía que la atrapó en media deshonestidad en el Metropolitano merece ir presa.
Pero lo que no dicen, y lo que entristece a quien esto escribe, es qué haremos al respecto. Porque identificar los casos de racismo no los resuelve, y el amor no es literatura si no esta escrito en la piel. Se empieza desde la familia, base de toda sociedad; en vez de rechazar nuestros orígenes andinos, que tienen toda la cultura que Lima reclama, habría que abrazarlos. Y en vez de “cholo”, “serrano”, “paisano” o lo que sea que nuestra ignorancia nos haga usar de forma despectiva, habría que inflar el pecho con orgullo por nuestra raza. Porque el que tiene de inga, tiene de mandinga.
El pastór protestante Martin Niemöller, quien sufrió durante Alemania Nazi por rechazar el régimen, dijo en su momento de martirio lo siguiente: Primero vinieron por los socialistas, y no dije nada porque no me consideraba socialista. Luego vinieron por los del sindicato, y no dije nada porque yo no era del sindicato. Luego vinieron por los judíos, y no dije nada porque yo no era un judío. Y luego vinieron por mí, y ya no había nadie para decir algo. Habría que cambiar los gentilicios y adjetivos de Niemöller por las palabras que usamos nosotros para despreciar al peruano, tan peruano como nosotros y nosotros como ellos. Porque Lima es así; hay racismo, y no pasa nada. Y si pasa, se le saluda.