Respuesta a un pequeño Robespierre, por Daniel Masnjak

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No podemos nosotros (ni vamos a) dejar de hablar de lo que hemos visto y oído.  Pero eso es solo una de las cosas que pueden decirse tras leer un artículo publicado hace días, “De la puerta de la iglesia para adentro”. También puede hablarse de cómo el autor le atribuye a la Iglesia católica pensar el mundo partiendo del siglo XVI, cuando él parece hacerlo a partir del XVIII, ¡y encima, el francés! Sólo así podría entenderse que, para criticar a la Iglesia en el Perú, recurra a expresiones como “la separación entre el Estado y su institución empezó desde hace varios siglos” (¿?).

Ello, por supuesto, descartando que haya querido referirse a un proceso universal de secularización, tal como él la presenta (“lo religioso es un aspecto que cada persona puede y debe disfrutar en la tranquilidad de su vida privada”). Hay que asumirlo no solo porque, de ser el caso, demostraría falta de conocimiento de las distintas mentalidades detrás de distintos procesos, sino también porque es una visión simplona de la cuestión en el mundo de hoy, incluso para un ateo. Pero más allá de la relevancia pública de la religión, del deber cristiano de ser sal terrae o de la coyuntura específica que motivó el artículo al que respondo, voy enfocarme en un aspecto que se resume en esta inquietud: ¿Y sino, qué?

El artículo cierra sugiriendo que tres cosas deberían superarse para que el principio de laicidad deje de ser solo una buena intención, a saber: no debe enseñarse (una) religión en las escuelas públicas, no debe pagarse “el salario” de la jerarquía eclesial y no debe permitirse “que ciertos legisladores y partidos políticos pongan grabas a los avances en igualdad e identidad de los ciudadanos basados en criterios religiosos”. Si se presta atención, las dos primeras se refieren a resultados del proceso político, mientras la tercera se refiere a cómo este se desarrolla.

J.R.R. Tolkien (sí, él) escribió alguna vez que, como cristiano, “no espero que la ‘historia’ sea otra cosa que una ‘larga derrota’ –a pesar de que contiene algunas muestras o atisbos de victoria final”. En ese sentido puede entenderse la noción, desarrollada por Maritain, de que la acción política del cristiano se despliega según las condiciones históricas. Es decir, algunos días son mejores que otros. Y a veces hay circunstancias que permiten evangelizar en escuelas públicas y cubrir gastos con la colaboración de la sociedad (lo que en mi opinión respeta la laicidad si se permite la exoneración y si se admite la posibilidad de prestar colaboración a otros grupos), otras veces no. Si eso desaparece un día, puede que la situación sea más difícil, pero definitivamente no será la más difícil.

Habiendo dicho eso sobre los resultados del proceso político, ¿qué ocurre si estos se mantienen, contra lo que algunos pudieran considerar mejor? Ahí viene la tercera sugerencia para un Estado “realmente” laico: simplemente, se dice, no puede estar permitido. Es más, se sugiere que el Estado restrinja el margen de acción de los actores políticos cuya visión no gusta, los que “pongan trabas” a su visión posmoderna de los derechos humanos (que, dicho sea de paso, algunos consideran una especie de religión).

La idea de que un Estado laico no puede permitir “que ciertos legisladores y partidos políticos pongan trabas” a una determinada medida es preocupante. ¿Cómo se hace para “trabar” algo en el Congreso? Con votos en contra. ¿Y qué se tendría que hacer para no permitir que eso pase? En el mejor de los casos, ignorar sus votos. Esto implica que habría cosas en torno a las cuales simplemente no se puede discrepar. Y no es que se les da rango constitucional para colocarlas a otro nivel de debate, sino que la misma estructura del Estado demandaría que así sea.

Lo descrito es lo que cualquier persona llamaría un dogma, en nombre del cual algunos parecen dispuestos a atropellar derechos políticos. Como el problema es que “no debemos permitir que lo religioso impacte en lo público porque se busca el bien común”, lo que pudiera ser una frasecita de mitin (“Los sermones religiosos, de la puerta de la iglesia para adentro”) termina siendo excusa para el crecimiento del poder estatal sobre la sociedad civil. Después de todo, tu negocio familiar o la playa no son sacristías, así que ahí tampoco puede haber “sermones religiosos”. Solo hay lugar para los otros sermones. De Leviatán, del Estado absolutista del XVI y del reino del terror del XVIII, libera nos, Domine.