Hace cosa de dos semanas me encontraba barajando opciones en Netflix hasta que di con Roma (2018), del aclamado director mexicano Alfonso Cuarón. Al principio, pensé que era uno de esos documentales aburridísimos que nos someten a una interminable perorata sobre los césares y las proezas arquitectónicas del Imperio Romano. Sin embargo, tratándose de Cuarón, dejé mis prejuicios a un lado, y me metí de lleno en ese mundo de blanco y negro que nos transporta no a Italia, sino al México de los años setenta, cuando la presidencia de Luis Echevarría. Pero lejos de limitarse a la oscura esfera política, Roma retrata una realidad mucho más rica y universal. A la fecha, la he visto tres veces y concuerdo con la gran mayoría de críticos (cosa que no me ocurre a menudo) al señalar que es un filme contemporáneo como pocos, de envidiable factura artística.
Si no de gladiadores ni de trifulcas estatales, ¿de qué nos habla Roma? Pues si tuviéramos que resumirla en una frase podríamos decir que la cinta es un hermoso homenaje a ‘Libo’, la mujer indígena que trabajó como empleada doméstica en el número 21 de la calle Tepeji –la casa donde transcurrió la infancia del propio Cuarón–, en la colonia capitalina que le da el título a la película. De hecho, como se advierte desde las primeras escenas, Roma es un barrio del Distrito Federal colmado de mansiones de estilo art nouveau y neoclásico que en sus mejores días albergaron a las élites mexicanas del porfiriato.
A grandes rasgos, Roma es la historia de dos mujeres. Por un lado, Yalitza Aparicio, una joven maestra de preescolar que nunca había actuado, da vida a Cleo, la sirvienta de origen mixteco que trabaja para una familia de clase media-alta en la Ciudad de México. Por otro lado, Sofía (interpretada por Marina de Tavira) es la madre cuyos cuatro hijos están bajo el cuidado de Cleo. A pesar de la atmósfera de aparente sosiego que puebla las primeras secuencias, los conflictos de entrecasa adquieren una mayor complejidad al adentrarnos en las peripecias vitales de las dos protagonistas. El marido de Sofía la deja y Cleo se encuentra escindida entre sus labores domésticas, el cariño que la familia siente por ella, y la vida que lleva fuera de su trabajo. Una trama que, en principio, no busca ni engrandecer ni empequeñecer lo cotidiano, pero que, en la concreción de la imagen, da pie a múltiples e insospechadas reflexiones con respecto a la realidad que circunda a las familias latinoamericanas.
Junto con Cold War (2018) del polaco Pavel Pawlikowski, Roma ha sido declarada por muchos como el mejor largometraje del año pasado. En pocos meses, la cinta de Cuarón ha cosechado importantes triunfos. A inicios de septiembre, ganó el León de Oro en el Festival de Cine de Venecia, y la semana pasada se llevó un Globo de Oro a la mejor película en lengua no inglesa, junto con otro a la mejor dirección. Por su parte, la revista Time ha catalogado a la actuación de Aparicio como la mejor del 2018. Ahora mismo, es una de las cintas más voceadas para el Óscar en más de una categoría.
Pero, premios y nominaciones aparte, la pura verdad es que Cuarón ha elaborado una obra poliédrica, tan compleja, contradictoria, insólita y al mismo tiempo sencilla como la vida misma, que todo el mundo debería ver: desde el cinéfilo más exigente hasta el espectador que se queda en lo meramente anecdótico. En efecto, Roma supone un viraje en la cinematografía del mexicano: nada más lejano de Gravedad (2013) o las supercherías de Harry Potter y el prisionero de Azkaban (2004). Nutrido de géneros tan diversos como el neorrealismo italiano, el naturalismo y el melodrama, el oscarizado cineasta –quien hizo las veces de director, guionista, productor y camarógrafo– ha sabido volver a sus orígenes con gran maestría en el aspecto formal.
Sin duda, el lenguaje visual apela a nuestra capacidad de prestar atención a los detalles supuestamente más prosaicos. No le falta razón a Ricardo Bedoya cuando observa que la puesta en escena gira en torno al cuerpo de Cleo, el cual es invariablemente “un cuerpo al servicio de otros, siempre subalterno”. Además de las escenas en las que los paneos y otros movimientos de cámara la muestran limpiando los cuartos, arropando a los niños o recogiendo las excretas del perro, aquéllas en las que los trávelin laterales acompañan a Cleo en su recorrido de la atolondrada urbe contaminan (en el buen sentido de la palabra) al todo audiovisual de un relente realista, que evoca las novelas del siglo XIX.
De otro lado, la autoficción se cuela con un guiño a Gravedad (2013) cuando Cleo ve Atrapados en el espacio (1969), la película de John Sturges que sirvió de modelo para esa entrega cuaroniana. Curiosamente, la armonía entre Aparicio y la cámara maniobrada por Cuarón recuerda un poco al caso de Magaly Solier, otra actriz autodidacta de origen indígena que logra transmitir tanto en la pantalla sin remilgos. Dos de las escenas más memorables de Roma son la formidable reproducción de la Masacre de Corpus Christi poco antes del parto de Cleo en formato 1: 2,35, y aquélla en la que la niñera se abre paso en el encrespado oleaje para salvar a los críos de su patrona. A pesar de la fuerte carga emocional del filme, Cuarón jamás cae en la trampa de la sensiblería, y las licencias que se toma con el tiempo y los decorados de las secuencias son siempre acertadas.
Lo cierto es que es imposible hacer aquí una disección de todos los elementos que hacen de Roma una obra maestra del cine, pero creo que los pocos que hemos consignado bastarán para que se animen a verla, por primera o enésima vez. Después de todo, a juzgar por el gran entusiasmo con que ha sido (y sigue siendo) recibida la película, es posible que el actual panorama cinematográfico no esté tan lejos de ese vetusto refrán que reza: “Todos los caminos conducen a Roma”. Y enhorabuena por ello.