Las redes sociales son un prostíbulo sin gérmenes. El oficio más antiguo del mundo reina hoy más que nunca con impudor e inteligencia tanto artificial como neuronal, tras la alquimia del papel y la tinta hacia el teclado y la computadora, y su precoz evolución hacia la metamorfosis de los teléfonos inteligentes.
El concepto y la práctica del “parecer” se ha impuesto torpemente a la disciplina del “ser”; en cristiano: las apariencias hoy en día son más legitimas que la realidad misma y la ficción, que consta de desaparecer las imperfecciones inamovibles de las personas como la depresión y la fealdad mediante el Photoshop y los “Hashtags”.
Han convertido al mundo en una historia que tiene como máximo quince segundos de gracia, tal como una historia de Instagram. Los filtros, los dientes blancos, lugares que parecen estar a la vuelta de nuestra imposible nada, los cristales de las relaciones monogámicas que parecen ante todo estar prescritas en su existencia por guionistas de Disney son, en realidad, la minúscula miseria que hoy apañan al mundo de las apariencias, la tierra de los “influencers” que nos consumen como el queroseno de Farenheit hacia los libros. La historia tiene un rumbo pedregoso, pero hoy en día, con un inofensivo filtro aparentarán ser una escalera eléctrica.
Hay una triste verdad sobre la naturaleza humana: nuestro primer instinto es siempre fiarnos de las apariencias, no podemos dudar de la realidad que vemos y oímos -imaginar constantemente que las apariencias ocultan algo diferente nos agotaría y nos aterrorizaría, somos ilusos, la videocracia en consecuencia de lo ilusos que somos respecto a la irrealidad de los demás demandan ahora a más obreros que velen por ella, obreros con esteroides hasta sus pulgares y falsedad hasta en sus cejas bien delineadas y fruncidas.
Por eso es que no veo mucha diferencia entre un “influencer” y una geisha: aparte claro, de las comillas. Los dos trabajos consisten en hacer todo tipo de trabajos que uno le encargue, en el primer caso es un individuo quien manifiesta el papel de esclavista y en el segundo caso es la sociedad misma. ¿Qué no haría un influencer por más seguidores?
Resaltar con amarillo: el “parecer” importa ahora más que el “ser”, el hasthag ha dejado sin trabajo a los psiquiatras y ha puesto en banca rota a las empresas farmacéuticas; pues la ignorancia cura repentinas depresiones y otras derivaciones de patologías mentales con el michi (#) de emblema.
El influencer es peligroso, bello, radiante, como un macho alfa de Huxley: idiota. Claro que la excepción a la regla existe y es notoria, tajantemente meritoria; a las personas que saben utilizar sus cuerpos como empresas y las redes sociales como instrumentos para el cultivo de reconocimiento y dinero son, per se, capaces de tolerar la ficción que encarnan el día a día.
«Las redes sociales son un prostíbulo sin gérmenes». Bueno, yo lo veo desde el lado negativo (no me equivoco en ese juicio) y tú lector de seguro lo ves desde el lado positivo. Sin embargo, el hecho de que yo quiera aceptar el intercambio de carnes, fotos y videos, como un acto no solo natural sino necesario entre personas cuerdas y sanas, se me hace un tanto aburrido. Con mi personalismo me basta para entender esta carta hacia mí yo adulto dentro de un par de años. No he conocido hasta ahora a personas en el Messenger o en el Instagram que no hayan construido todo tipo de tangentes para llegar al sexo, que no, que no es malo, pero que con el tiempo me aburren y siento algo artificial; como un mal implante de senos. Carezco de canas tanto como de ilusiones, y sé que tarde o temprano voy a querer aparentar alguien que quisiera y ser; o, en el mejor de los casos: alguien que deteste ser. Por ahora, con esta carta catártica hacia mi “yo” futuro desde mis entrañas le advierto: Del “emoji” al “pack” hay un solo paso.
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