Si la vida te da lobbies (II), por Daniel Masnjak

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La actividad política de los grupos de interés es inevitable y su intensidad depende del grado de incidencia del Estado sobre la actividad privada a través de regulación y de la posibilidad de participación y éxito político que ofrece la forma de gobierno. Dicha actividad política puede desplegarse de distintas maneras y una de ellas es la ejecución de lobbies. Pero, ¿qué es un lobby?

El surgimiento del lobbying se da fines del siglo XVIII, impulsado principalmente por la industrialización, el reconocimiento del derecho a la libre asociación y la regulación por vía parlamentaria de diversas actividades económicas[1]. El uso del término se debería a los salones, conocidos como lobbies, donde miembros del Parlamento británico sostenían reuniones con representantes de distintos intereses[2] (en ellos está inspirado el cuadro de Liborio Prosperi que acompaña esta columna). En el caso de Estados Unidos, a inicios del siglo XIX comenzaron a surgir los primeros lobby-agents, quienes eran contratados para “buscar servicios o ayudas especiales” en el Capitolio del Estado de Nueva York y, más tarde, en Washington DC[3].

Lo que hacen los lobby-agents, hoy conocidos como lobistas, es actuar como intermediarios entre grupos de intereses y funcionarios con capacidad de decisión política (legisladores, por ejemplo), con el fin de transmitirle a estos últimos los deseos y propuestas de quien los contrata, facilitando información relevante que justifique que tomen una determinada decisión. En otras palabras, hacer lobby consiste en transmitir información a un funcionario para persuadirlo de que es conveniente adoptar una medida en particular. Por ejemplo, si un colectivo contrata a alguien para que presente estadísticas sobre violencia sexual a un congresista con el fin de conseguir su apoyo a la despenalización del aborto, ese colectivo está haciendo lobby. Evidentemente, los directores de dicho colectivo bien podrían actuar por sí mismos, sin contratar a un agente que lo haga por ellos. Cuando es el mismo interesado quien hace el lobby, se trata de un lobista de intereses propios. Cuando lo hace una persona que ha sido contratada para ello, se le llama lobista profesional.

Es necesario distinguir entre transmitir información y sobornar a un servidor público. Si unos vecinos quieren convencer a un funcionario municipal de la conveniencia de instalar un “rompemuelles” en la calle en la que viven, que entreguen una carpeta con información sobre accidentes de tránsito ocurridos en la zona o que le ofrezcan una coima a cambio de su apoyo, no darán lo mismo. En el primer escenario, los vecinos habrán hecho un lobby. En el segundo, habrán cometido un delito. Lo mismo ocurre en otros niveles del Estado. Si un empresario informara a un ministro sobre los efectos negativos de no ampliar la temporada de pesca, habría hecho un lobby (al margen de si el ministro le hace caso o no). Si el empresario coimeara al ministro, habría cometido un delito.

El Estado no puede saberlo todo y es a través de los lobbies que distintos grupos de interés le facilitan la información que hace falta para la toma de buenas decisiones. Muchas veces son hasta necesarios, pues no se puede esperar que el funcionario tome una decisión apropiada sin información apropiada. La clave está en la actitud que el Estado asume ante el lobbying, tiene que sacar provecho de él y para eso debe regularlo, aunque no de la forma en la que lo ha hecho hasta ahora.

Lo que los funcionarios del Estado necesitan de los diferentes grupos que componen la sociedad es la información que manejan. Por tanto, lo que la regulación del lobbying debe hacer es que más interesados le lleven información al Estado, de modo que esta sea más diversa y enriquezca la base sobre la que se tomará una decisión. En otras palabras, que tanto la minera como la ONG ambientalista hagan lobby, para que el funcionario tenga más y mejor información, además de la posibilidad de cruzarla. La clave para lograrlo está en la transparencia, pues si las gestiones de los representantes de un interés son de conocimiento público, entonces lo más probable es que los representantes del interés contrario reaccionen realizando sus propios lobbies. De esa competencia en la entrega de información se beneficia el Estado, que estará en mejores condiciones de decidir, y los ciudadanos en general, que se benefician cuando los servidores públicos actúan con sensatez. Una regulación del lobbying que no lo hace transparente no sirve para nada.

[1] DUVERGER, Maurice. Citado en: ÁLVAREZ VÉLEZ, María Isabel y Federico DE MONTALVO. Los lobbies en el marco de la Unión Europea: Una reflexión a propósito de su regulación en España”. Teoría y Realidad Constitucional. Madrid, número 33, 2014, p. 360.

[2] PIÑEIRO, Armando Alonso. Lobbying: La trama secreta. Ciudad de Buenos Aires: Valletta Ediciones, 2000, p. 9.

[3] Ídem, p. 11.