Simplemente Ronaldinho, por Nathan Sztrancman

825

 

El Santiago Bernabéu tiene una virtud que no tiene otro estadio en el mundo; el público es puramente burgués. Por esto me refiero a que todo tiene una extravagancia del fin de los tiempos; los abucheos revientan tímpanos, los pañuelos blancos hacen que parezca de día y los aplausos pueden sacudir superficies planetarias. Pero un público con sed de sangre no es suficiente, ni tampoco es suficiente que el Madrid sea el Madrid — que el sábado igual no lo fue — cuando Iniesta decide ser Iniesta. Entonces en el Bernabéu todo tiene precio, y Don Andrés se ganó los aplausos de los rivales no tanto en la Castellana como en Johannesburgo. Pero el imperialismo culé no nace con Sergi Roberto adelantando a Kroos, sino con Ronaldinho adelantándose al mundo, a la época y naturalmente a Sergio Ramos.

Ronaldinho era cinco jugadores en uno, y cada individuo se superaba al otro, porque si Ronaldinho competía con alguien que no fuese él mismo sería tan ridículo que hasta injusto. Sus tobillos le volvían inmortal, y con un bisturí armaba y desarmaba defensas a su antojo, y producto del aburrimiento se filtraba entre líneas como un chorro de agua. No vivía en el gimnasio sino en el talento, con esa sensación que en cualquier segundo del partido iba a detener los espacios y arremeter en ese violentísimo sprint que destrozó al Sevilla dejando mudo al Camp Nou y poniendo de pie al menos futbolístico para aplaudirle. Si los goles al Chelsea o al Milán son pruebas homéricas de Ronaldinho en su trono, entonces del que le hizo a Inglaterra se conserva la foto del balón detenido por y para siempre en el aire, tanto tiempo que la Nasa le iba a mandar un cohete a esa Fevernova.

Aquel 19 de noviembre del 2005, Ronaldinho firmó su leyenda en cuatro latitudes. Partir la defensa en lo que dura un parpadeo (mi amigo estornudó y entonces se perdió el gol), recortando la línea y se presentó delante de Casillas con la frialdad de un asesino en serie; dejó pasar unas milésimas eternas antes de sentenciar a un Madrid que ya moría de tantas muertes. La vida se había vuelto suya porque no hay nada más importante que el pan y el circo, y mientras que el Clásico no te alimenta te puede hacer olvidar del hambre y las elecciones y la mujer por 90 minutos. En esos tiempos de máquinas prefabricadas como el muslo de Cristiano Ronaldo, el brasileño fue un dulce pecado, una eterna juerga en devoción a su estilo de juego.

El Ronaldinho magnífico, que destrozaba cinturas sin amarrarse los pasadores, representaba el fútbol de antes, el excesivo y lujuso, sin piscinas ni comerciales en ropa interior. Era el brasileño saturado de elásticos, entregado a las pasiones del cuerpo antes que los aburrimientos de la mente, que se apartada del guión y cometía el disparate de gambetear al equipo rival, al árbitro, al público y al espacio-tiempo, por las puras ganas de terminar con una sonrisa y el Santiago Bernabéu rendido a sus pies.