Sobre el famoso dilema del modelo, por Alejandro Robles
“La defensa de la libertad entonces, no implica una obstinada oposición a la regulación estatal, pero sí una oposición a la regulación ineficiente en tanto siempre termina perjudicando a los más vulnerables”
Los controversiales paneles aparecidos en diversas calles limeñas, no son los únicos mensajes políticos sistematizados que se han hecho virales en esta segunda vuelta electoral. Desde el otro lado de la cancha, se vienen compartiendo también diversas ilustraciones que –detalles más, detalles menos– tienen un mensaje muy parecido entre sí: colocar al modelo económico como el responsable de la pobreza, y a quienes proponen su continuidad como indiferentes y desconocedores de la realidad social nacional.
Esta idea, sin embargo, no es para nada nueva. Si bien ha cobrado mayor fuerza en este contexto electoral, es un antiguo concepto que enarbola la izquierda para sostener la propuesta de una nueva Constitución que modifique el Título económico de la actual Carta Magna. El problema reside en que dicha idea es bastante discutible, pues omite algunos importantes elementos de la historia y de la realidad. Y ante tal omisión, dar por sentada su indudable certeza sería, cuanto menos, un gran error.
Culpar al modelo económico de los males que aquejan al Perú, se ha convertido en estos días en una rentable consigna política. No obstante, es una consigna imprecisa pues olvida que la Constitución de 1979 establecía un modelo radicalmente distinto, y los índices de aquella pobreza que se le adjudica al modelo actual eran aún mayores. Tal vez por eso dichas críticas casi nunca vienen acompañadas de una propuesta diferente que sea realmente sólida. Y tal vez por eso sea también necesario repasar qué es lo que dice nuestro famoso actual modelo.
El artículo 58° de la Constitución actual consagra una “Economía Social de Mercado”. Sobre este término también se ha dicho mucho, pero se ha explicado muy poco. Su principal función es salvaguardar la iniciativa privada que, en palabras sencillas, significa proteger la voluntad de los emprendedores de hacer empresa y generar trabajo. Esto sin duda es positivo, pues permite tutelar el proyecto de vida de cada ciudadano, al mismo tiempo en que se garantiza su derecho a ser libre.
Ahora, todo lo dicho puede sonar muy bonito, pero ciertamente resulta incompleto. Necesitamos también un Estado que promueva el empleo, la salud, la educación y la seguridad. Que brinde mejores oportunidades a la pequeña empresa, y que llegue allí donde el privado no puede llegar. Que regule de manera óptima al mercado, combatiendo los monopolios y promoviendo la libre competencia. Y por supuesto, que defienda los intereses de los consumidores y los usuarios. En pocas palabras, un Estado presente.
Lo curioso es lo siguiente: todas y cada una de las consignas anteriormente descritas ya están establecidas explícitamente en el texto de la Constitución. Tal parece por lo tanto que el problema no está en el modelo, sino en su materialización, que es producto de la gestión. La defensa de la libertad entonces, no implica una obstinada oposición a la regulación estatal, pero sí una oposición a la regulación ineficiente en tanto siempre termina perjudicando a los más vulnerables. Esta última idea es mucho mejor explicarla con un ejemplo.
Hace poco más de 3 meses, el Congreso aprobó una ley que fija topes a las tasas de interés. Esta medida –sin duda alguna– denota un rol bastante activo y protagónico del Estado en el mercado, lo cual según el planteamiento de quienes piden cambiar el modelo, debería solucionar la pobreza. Lamentablemente, sucede todo lo contrario. Esta anacrónica ley, que ignora que el interés se establece en función al riesgo, menoscaba el sistema de crédito nacional. ¿Y quiénes son los principales perjudicados? Los que más necesitan del crédito, es decir, los más pobres.
Es indudable que el mercado falla, pero es indudable también que las personas fallamos más. Sería presuntuoso de nuestra parte, además de negacionista de nuestra naturaleza humana, creernos en la capacidad de funcionar mejor que un sistema de incentivos y fuerzas. Lo que habría que combatir, por consiguiente, no es el mercado ni la libertad, sino el mercantilismo. Y ello justamente se logra limitando el poder de los burócratas, y empoderando a los ciudadanos y su capacidad individual.
No puedo, sin embargo, dejar de mencionar un último punto esencial, sin el cual ningún sistema podría sostenerse. Defender un modelo de crecimiento no puede inherentemente implicar una indolencia frente al padecimiento ajeno. Fomentar valores como la solidaridad y el sentido de colectividad resulta fundamental para ejercitar una defensa consciente de las ideas de la libertad. Abstraernos de la autocrítica solo nos enrumbará, sin excepción alguna, en un camino directo hacia el error.
Creer que cambiando el Título económico de la Constitución cambiaremos la realidad es una equivocación. Sin embargo, engañar a los más necesitados e ilusionarlos en base a falsedades se convierte ya en una irresponsabilidad. Crear un monstruo llamado “El Modelo” le puede generar rédito a algunos pocos; pero mientras tanto, dilata los esfuerzos por una lucha seria y responsable contra la pobreza que no puede esperar más. No se trata de negar que las cosas no andan bien, al final la libertad también busca un mejor país para todos. La diferencia está en el cómo.
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