Lo económico y lo político son dos aspectos de la realidad social que no pueden ser abordados de manera separada. En cuanto a lo primero, a pesar de los cuestionamientos a la economía social de mercado, existe un mayor consenso con dicho régimen. Pero en cuanto a lo segundo, ¿hasta qué punto esta joven democracia resulta idónea para garantizarnos a todos nuestras libertades? En realidad, más allá del sistema de gobierno, debe preocuparnos el estado derecho, es decir, la idea de que gobiernen las leyes y no los hombres, haya separación de poderes, y prevalezcan los derechos de las personas.
Ahora bien, es desde los recientes acontecimientos, que ensayaremos algunas críticas, tanto al modelo político como al económico, que prevalecen por estos predios. “Lava Jato”, Odebrecht y Barata nos ofrecen la oportunidad de cuestionar al actual sistema que, en el fondo, es una mezcla de mercantilismo y de populismo.
La democracia moderna basada en partidos políticos que compiten por el poder ha colapsado. En el Perú hemos llegado al punto que aquellos colindan con la criminalidad organizada y el lavado de activos, siendo instrumentos –una vez en el gobierno- para otorgar privilegios legales y jugosos contratos a costa del presupuesto estatal a quienes financian sus campañas. El artículo 35 de la Constitución es poesía, pues tales organizaciones no concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular, sino de determinados grupos de intereses.
La información es manipulada de tal manera que el ciudadano-elector se encuentra confundido respecto de quién es quién. Todo ello en medio del circo mediático de los realities que nos mantienen desinformados. Así, la opinión pública es moldeada para anular el espíritu crítico de cada persona, sobre el que debiera reposar la democracia. Sumado a ello, existe un copamiento y control de las instituciones encargadas de administrar justicia, convirtiéndose en meros instrumentos de venganza y amedrentamiento para el enemigo político, de tal suerte que la justicia no es igual para todos.
El problema no es moral sino institucional. Los altos índices de corrupción, a todo nivel, son el efecto de una legalidad que coloca al funcionario en una posición de la cual saca ventaja. El sistema ha caducado. Sólo sirve para que unos cuantos políticos cortesanos y empresarios mercantilistas se levanten en peso a todo el presupuesto nacional, es decir, al dinero de todos los contribuyentes. Para que unos cuantos vivan a expensas del trabajo de la gran mayoría. La solución: menos Estado y por ende menos presupuesto. Así eliminaremos los incentivos de hacer política, o mejor dicho, de vivir a costa del saqueado erario nacional. Quienes quieran salir de pobres compitan en el mercado.
La solución no consiste en dar más leyes, regular o fiscalizar más, ni mucho menos endurecer las penas para los delitos de corrupción, sino simple y sencillamente en reducir el presupuesto público para limitar los márgenes de acción del Estado –y del gobierno- a lo que originariamente constituyó su razón de ser: salvaguardar derechos y libertades. Hacer lo contrario empeorará las cosas. La propia sociedad y el mercado expectoran a quienes operan a sus espaldas y premian a quienes se conducen honrada y honestamente, pues el prestigio y la confianza son los combustibles para hacer legítimos negocios en los mercados.
Frente a esta solución liberal se opondrán los estatistas, los empresarios mercantilistas, los políticos cortesanos, los agitadores sociales, y quienes ven en la administración pública y el presupuesto estatal, el medio para mejorar su situación económica y su estatus. Por ello, frente a la tradición mercantilista y populista que prevalece en la atmósfera nacional, el discurso liberal resulta enteramente impopular. El discurso liberal no aspira al poder, sino por el contrario, a limitarlo en salvaguarda de las libertades individuales, centrándose en garantizar un orden en el que todos se ganen las cosas por esfuerzo propio y no porque la ley y el gobierno les quiten a unos para darles a otros.
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