Nunca olvidaré aquella mañana del mes de junio de 1976 cuando, al lado de mis padres y hermanos, aterrizamos por unos treinta minutos en escala técnica, en el aeropuerto de Pudahuel en Santiago de Chile. Nos dirigíamos en un vuelo de Aerolíneas Argentinas hacia Buenos Aires. Lo primero que veo al mirar por la ventanilla -pues no se nos permitió bajar del avión a estirar las piernas- es el avión presidencial de los Estados Unidos y al pie de la escalinata de dicha aeronave, toda una comitiva de funcionarios chilenos con uniforme militar, despidiendo al entonces Secretario de Estado de los Estados Unidos, Henry Kissinger. Me quedé contemplando a dichos funcionarios así como al señor bajito, de blancas canas, nariz pronunciada y grandes anteojos, al que todos despedían con muchas reverencias.
Nunca olvidaré, repito, esa imagen. En esos momentos no le encontraba sentido a las razones por las cuales, un secretario de estado de una democracia como los Estados Unidos se encontraba en Chile, precisamente cuando más arreciaba la salvaje dictadura del general Augusto Pinochet, luego de poco más de dos años de aquél trágico 11 de setiembre de 1973, en el que a sangre y fuego defenestró del poder al entonces presidente constitucional Salvador Allende. Luego entendería el importante papel que jugó y continuaría jugando los Estados Unidos, Kissinger y la CIA, en la organización, ejecución y éxito del golpe de estado perpetuado por Pinochet.
Exactamente a la media hora, nuestro avión despegó rumbo a Argentina. Una vez llegados a Buenos Aires nos alojamos en el hotel Lafayette en la cuadra cinco de la calle Reconquista, a pocas cuadras de Corrientes y de Florida, en pleno centro de la ciudad. Una vez instalados en el hotel, salimos a caminar por la ciudad. Habíamos llegado a la Argentina de Rafael Videla, otro dictador que al igual que Pinochet, también había alcanzado al poder por un golpe de estado reciente, el pasado 24 de marzo de 1976, contra la presidente María Estela Martínez de Perón. No puedo negar la tensión que se “respiraba” por las calles de Buenos Aires. La gente caminaba apuradamente como con temor, algunos con mirada de cierta desconfianza, en otras palabras, con miedo. ¿Miedo de qué? A mis casi 16 años de edad, eso no lo entendía mucho, pues en el Perú la dictadura de Velasco y luego la de Morales Bermúdez, eran un chancay de a veinte comparada con la de Pinochet, hasta que esa misma noche comencé a entender lo que era una dictadura marcada por el miedo y el terror.
Regresaba caminando por Florida con mi familia, de ver una excelente función de una compañía norteamericana de ballet en el teatro Colón, cuando a cierta distancia se escucharon balazos. Rápidamente llegamos al hotel y nos metimos a la cama. Casi no pude dormir esa noche debido al tremendo ruido de disparos de ametralladora y pistola que se escuchaban a lo lejos. Una balacera que con ciertos intervalos, duró casi toda la noche. Al día siguiente preguntando en el hotel por lo sucedido, nos indicaron que eso era “normal” casi todas las noches, pues muchas veces el ejército persigue y detiene a “terroristas” o “izquierdistas” que pululan por la ciudad. Obviamente en aquél entonces no entendía qué significaba eso de izquierdistas y terroristas, pero para el caso, daba lo mismo.
La siguiente noche fui con mis padres a comer al famoso “Viejo Almacén” y luego a ver un poco de tango y bailes gauchescos al “Miguel Ángelo”. Luego unos amigos argentinos de mi padre nos invitaron a un restaurante en Lavalle a tomar café. Para esto ya era como las cuatro de la madrugada. Como dirían en España, a esa edad yo no tenía tanta “marcha”. El sueño y el cansancio me iban ganando. Luego del café y ya de camino al hotel, fui testigo de un hecho que tampoco olvidaré. A unos pocos metros delante de mí, caminaba un señor de cierta edad, con terno y abrigo negro, portando un portafolio tipo “James Bond”. Caminábamos por la calle Florida cuando al llegar al final de dicha calle, donde comienza el parque San Martín, dos tipos de traje oscuro que caminaban casi a mi costado se hicieron señales y un automóvil grande de color negro -intempestivamente- se detuvo en seco a pocos metros de nosotros, bajándose un tipo de terno oscuro el que, junto con los otros dos, prácticamente a golpes y empujones obligaron a entrar al automóvil al señor del abrigo negro que caminada delante mío. Mi padre me detuvo e indicó que no me moviera, mientras el señor del abrigo negro se resistía a subir al vehículo y lo metían a puñetazo limpio. Una vez que lograron meter al señor al auto, los tres tipos rápidamente subieron al vehículo el que partió raudamente hacia Corrientes desapareciendo a lo lejos. En mi memoria quedará grabada la mirada de miedo y angustia que me lanzó por unos segundos a través de la ventanilla, el señor de abrigo negro, ya sentado y maniatado en el asiento trasero del automóvil, mientras éste partía.
Al día siguiente partimos para Bariloche en donde estuvimos unos días. No podía dejar de pensar en el episodio de esa noche y en la mirada aterrada del señor del abrigo negro. Quién sabe si a estas alturas, luego de un “módico interrogatorio” por parte de los agentes del gobierno, “Seguridad del Estado” que le dicen, seguiría aún con vida. Luego me enteré que así operaba este régimen con los que se le oponían o manifestaban su disconformidad o crítica de alguna manera. Ya he narrado en otras oportunidades mi experiencia en el Bariloche de aquellos años y la marcada influencia alemana de la ciudad y sus alrededores, con relación a la supuesta y cada vez más probada fuga de Hitler y altos jerarcas nazis, una vez terminada la segunda guerra mundial, en 1945.
De regreso a Buenos Aires, a mi madre se le ocurrió la peregrina idea de quedarnos de regreso unos días en Santiago de Chile –para felicidad de mis hermanos y mía pues no conocíamos Santiago- por lo que luego de convencer a mi padre, sacar las visas correspondientes y pasar unas semanas más de teatros, espectáculos, conciertos, boliches, carnes, vinos, cafés, chorizos y balaceras nocturnas en Buenos Aires, nos fuimos a Santiago. Tan pronto llegamos a Santiago, nos alojamos en el hotel “El Conquistador” en pleno centro y lo primero que se nos advirtió era que el toque de queda comenzaba a la 1am. y terminaba a las 5am. Bueno, para mí eso ya no era novedad, pues mi experiencia en “toques de queda” era muy rica y fecunda pues había comenzado a muy temprana edad, a mis ocho años, con el golpe de Velasco del 3 de octubre de 1968.
Las noches que pasamos en Santiago -especialmente una vez iniciado el toque de queda- se veían turbadas por el intenso ruido de disparos, balaceras, correteadas y gritos de personas en la calle, que hacía que a uno se le pusieran los pelos de punta y la carne de gallina. Se “sentía” la dictadura de Pinochet. Al igual que en Buenos Aires –y quizá hasta con mayor intensidad- se podía ciertamente “sentir” una ciudad tensa en donde la gente se movía con cierta inseguridad y temor. Mi padre buscó, llamó telefónicamente y preguntó por varios amigos y la mayoría literalmente habían desaparecido, pues nadie daba razón de ellos y -en el mejor de los casos- pudo averiguar que alguno que otro había emigrado a Méjico o a España con su familia. El régimen de Pinochet era uno de los más duros y siniestros que han existido en América Latina. Para constancia de ello, bastaba ver aún luego de más de dos años del golpe, lo que quedaba del palacio de la Moneda, esto es, del palacio de gobierno de Chile.
Efectivamente, al día siguiente visité con mis padres la Moneda. En el camino, el taxista que nos llevó nos hablaba maravillas del régimen de Pinochet y pestes de Allende y su régimen comunista en donde nos decía, escaseaba todo, desde los alimentos hasta el agua. Mi padre y yo sólo nos limitábamos a mirarnos y sonreír calladamente. Sin embargo, cuando el taxi nos dejó en un centro comercial cercano a la Moneda, pude percatarme por las mercancías expuestas en las tiendas, que las cosas seguían escaseando, y lo poco que había, estaba con los precios por las nubes. Llegamos a la plaza de la Moneda y no dejó de impresionarme el aspecto de la Moneda. Yo recordaba haber visto por la TV como la fuerza aérea chilena había literalmente bombardeado dicho palacio, destruyéndolo prácticamente casi en su totalidad. Al acercarme a su fachada, toda llena de agujeros de bala y medio destruida, pude asomarme por alguno de sus agujeros y agüeitar por dentro lo que quedaba de la Moneda. Por un momento se vino a mi memoria la imagen de Salvador Allende con su fusil ametralladora, defendiéndose y disparando desde una ventana del palacio, al lado de los pocos que se quedaron a su lado, para defender la Moneda, mientras que los aviones pasaban rasantes, arrojando sus bombas inmisericordemente. Allende sólo saldría muerto de ese infierno. Por dentro, no quedaba casi nada de la Moneda. Desde aquel 11 de setiembre de 1973, seguía todo destruido. Era impresionante. De regreso, entramos con mi padre al Hotel Carrera – Sheraton, que estaba al costado de la Moneda. Aún se apreciaban los grandes agujeros de múltiples disparos en su fachada. Luego seguimos paseando por el centro de Santiago. Al cruzar el río Mapocho fue inevitable que no recordara las fotografías que algunos amigos de mi padre le mandaran a Lima, luego del golpe de estado, con algunos cadáveres flotando en sus aguas. Luego de un par de días más en Santiago, nos regresamos a Lima.
Definitivamente fue un estupendo viaje, todo un tour de dictaduras que, unidas a la dictadura peruana de Morales Bermúdez, podía decirse que se completaba el pastel. Así era la América Latina de aquellos años. Recién en 1980 el Perú volvió a la democracia luego de 12 años de dictadura militar. Chile continuaría con Pinochet hasta 1990. Sin embargo, no deja de ser irónico que hoy en el Perú tengamos un presidente constitucional que se precie de haber efectuado dos intentonas de golpe de estado contra dos presidentes constitucionales. Inclusive la semana pasada celebró públicamente los quince años de la intentona golpista de Locumba. ¡Sólo en el Perú pasa esto ante la pasividad de su pueblo! ¡Qué tal cultura democrática! Pero en todo caso, no negarán, estimados amigos lectores, que mi primer viaje a Chile y a la Argentina a mis quince años, constituyó todo un tour de dictaduras, lo cual no deja de ser toda una lección en vivo y muy ilustrativa, de la política latinoamericana de aquellos años… ¿O no?