No hay mejor orden que aquel que cae por su propio peso. Todo parece indicar que el nivel de las aguas se irá asentando y que la realidad terminará imponiéndose por encima de los egos de ingeniería social que guiaron el accionar del gobierno, sumiéndonos a todos los peruanos en la que posiblemente sea la peor crisis económica de los últimos cien años.
Ni una ni otra. En efecto, gracias a las medidas de una rigurosa cuarentena decretada desde Palacio, no pudimos salvaguardar ni la vida de miles de peruanos que se nos fueron ni preservar la economía de los más de treinta millones de connacionales.
Todo ello debido a un debate moral sin sentido que se generó al inicio de la pandemia en nuestro país: el oponer la economía a la vida y dando a entender como si quienes se inclinaron por no sacrificar lo que a varias generaciones de peruanos les ha costado –esto es, la consolidación de la economía nacional- fueran unos insensibles e indolentes frente a la pérdida de vidas humanas. ¿Qué nos queda? Esos cerca de 70% de informales que mueven a la economía peruana tendrán que volver a arreglárselas. Como se ha dicho, de ahora en adelante cada quien bailará con su pañuelo y tendrá que velar no sólo por su bolsillo sino también por su vida.
Pero lo que no nos damos cuenta es que siempre fue así. En este país nos hemos acostumbrado a que cada quien se las busque en el día a día en medio de una economía mayoritariamente informal y mercantilista. Más bien por el contrario, el gobierno terminó agravando la situación con una cuarentena que nos confinó a todos a quedarnos en nuestras casas de brazos cruzados –como si acaso todos tuviéramos las mismas condiciones de financiarnos una licencia sin goce de haberes-, reprimiéndonos en esperar a salir desesperadamente en ciertos horarios permitidos para abastecernos y pagar nuestras deudas tanto en los mercados y entidades financieras, convertidos éstos en los principales focos de propagación por los hacinamientos generados.
Desaciertos más, desaciertos menos. A estas alturas juzgar el accionar del gobierno resulta ser un ejercicio sin sentido. Pero queda la sensación de que pudieron implementarse otras medidas, más sensatas y sanas, en medio de ese ogro llamado Estado el cual por sí mismo invita a la corrupción. Problema estructural éste último que para variar no faltó, pues muchos aprovecharon la emergencia para hacer sus faenones con la contratación pública que los apetecibles pliegos presupuestarios proveen de millones de soles, sin ningún tipo de consideración ni reparo por las circunstancias especiales de la crisis. Reitero lo que ya en otras oportunidades he dicho: hay que cerrarles el caño a todos aquellos que quieran hacer negocios con el Estado. La fuente de toda esta corrupción en la que nos debatimos lo constituye el presupuesto público. A esos mercantilistas que están detrás de un funcionario por un contratito que los saquen de pobres hay que mandarlos a competir en el mercado.
Respecto de la actuación del Congreso no vale la pena pronunciarse. El oportunismo y el populismo irresponsables se instalaron en el poder del Estado llamado a controlar el ejercicio del poder en defensa de los intereses nacionales. Sin embargo, su participación en esta cuarentena se redujo a hacerle la competencia al gobierno por demostrarle a la ciudadanía cuál fue más populista y demagogo.
Lo que sí no nos sorprenderá es que esos mismos que aplaudieron la medida de encerrarnos en nuestras casas –hundiéndonos económicamente- pedirán más Estado, más regulación y más gasto público para reactivar la economía nacional. Y no nos llamará la atención si por allí a alguno de esos antisistema con ínfulas de mesianismo se le ocurra agitar la frustración nacional y termine descarrilándonos hacia gobiernos autoritarios, totalitarios y populistas. Cuidado que se nos vienen las elecciones. Por ello estaremos atentos en resguardar la poca democracia que nos queda.
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