Hace unos días estaba caminando por el centro de Madrid junto a mi madre y mi abuela, cuando de pronto nos topamos con una conocida pollería peruana. Por raro que parezca, luego de unas semanas en las que habíamos deleitado nuestros paladares con lo mejor de las gastronomías española, italiana y francesa, lo que más nos provocaba era un pollito a la brasa con harto ají. De inmediato evoqué la alegría con la que, unos meses después de haberme mudado a Canadá, recalé en un restaurante peruano con unos amigos. Allí, además de una generosa selección de potajes y bebidas, encontramos varios discos de música criolla, acuarelas de paisajes andinos, y hasta un puñado de números de Caretas, Somos y Trome.
Desde que me fui del país a los 17 años (no hace muchísimas primaveras de eso), cada palabra, sonido, imagen u olor que me recuerda al Perú me llena de una extraña sensación. Es difícil de explicar con objetividad; pero, a lo mejor, dicho sentimiento podría aproximarse a una nostalgia por lo que fue, engarzada a una suerte de angustia por lo no vivido. Cada experiencia que tenemos en nuestro nuevo hogar nos remite a algo que pudimos haber hecho, pero que no hicimos, en el antiguo. Las paradojas del tiempo y su percepción son francamente impresionantes, y han sido exploradas desde antes que San Agustín se preguntara por ellas en sus Confesiones, allá por el siglo IV.
Pero, al margen del ‘factor tiempo’, no nos engañemos: vivir fuera de nuestro país de origen implica mucho más que un mero alejamiento físico de la tierra que nos vio nacer. Se trata, en buena parte, de redescubrirnos y tomar conciencia de aquéllo que nos hace ser de determinada manera. Para ello, es preciso poner en tela de juicio nuestras creencias, y adoptar una actitud abierta y contemplativa de lo que estamos viviendo. No le faltó un ápice de razón a Fernando Pessoa cuando dijo que “los viajes son los viajeros” y que, en consecuencia, “lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos”.
Sin duda, al estar lejos, todo cobra otro significado y comenzamos a ver lo nuestro de maneras insospechadas. Claro que, no por integrarnos a otra comunidad debemos dejar de lado nuestras raíces, ni sentirnos avergonzados de ellas. Por el contrario: no hay nada mejor que compartir todo lo bueno que tiene nuestra cultura con los demás. Digo esto porque, en el tiempo que vivido en el extranjero, he visto de todo: padres resondrando a sus hijos por hablar español en la calle, acomplejados mintiendo sin ningún descaro sobre su lugar de nacimiento, y hasta paisanos hablando pestes de nuestro país frente a extranjeros. Por mi parte, espero jamás llegar a esos extremos ridículos, los cuales, más que huachafería, delatan una alarmante falta de autoestima. Lo cierto es que ahora, a la distancia, me siento mucho más peruano que cuando radicaba en Lima. Y es precisamente por eso que todo lo que pasa o deja de pasar en el Perú me importa más que lo que sucede en cualquier otro lugar.
En el mundo de la literatura (y de las artes en general) abundan los ejemplos de exilios, tanto forzados como autoimpuestos. Historias de hombres y mujeres que, siguiendo sus sueños, se vieron empujados a sortear uno y mil obstáculos para poder cristalizarlos en la realidad, son el común denominador en la región. Vargas Llosa ha dicho más de una vez que descubrió que era latinoamericano al llegar a París, la ciudad con la que soñó desde que vestía el pantalón corto. En esa misma urbe europea transcurrió buena parte de la vida de César Vallejo, quien descansa en el cementerio de Montparnasse, junto a personajes de la talla de Baudelaire, Beckett, Sartre y Simone de Beauvoir. Carlos Fuentes se mudó a Londres porque lo aturdía el ritmo frenético de la Ciudad de México; Roberto Bolaño vivió en España más de 20 años; Borges pasó su etapa final en Ginebra; García Márquez, Donoso, Neruda, Octavio Paz, Gabriela Mistral, Isabel Allende, y un largo etcétera, también forman parte de la lista.
Para Julio Cortázar (quien, dicho sea de paso, murió un 12 de febrero y también está enterrado en Montparnasse), el exilio era “como una muerte inconcebiblemente horrible porque es una muerte que se sigue viviendo conscientemente”. Esa pérdida irremediable que supone el alejarse de nuestra tierra y echar raíces en una nueva, ya sea voluntaria o involuntariamente, jamás resulta algo fácil de sobrellevar. Sin embargo, yo hallo consuelo en una de las frases de Julio Ramón Ribeyro, otro gran escritor peruano que estuvo afincado varios años en Europa: “Ser el eterno forastero, el eterno aprendiz, el eterno postulante, he allí una fórmula para ser feliz”. Si bien por lo general descreo de las recetas para la felicidad, con la de Ribeyro me ha ido de lo mejor… Por supuesto que con visitas esporádicas a pollerías, chifas, peñas, y otros insoslayables emblemas de nuestro tan preciado acervo criollo.